REPÚBLICA DE CROMAÑÓN – Rincón eterno de las palabras

Por Alejandro Martín Villa

30/12/04 – Me niego esta noche a olvidar

Jueves a la noche y el aire denso de Buenos Aires se sentía insoportable.

Ya era 30 de diciembre y sobraba pirotecnia en la ciudad. El calor no daba tregua pero había que estar.

En el barrio de Balvanera, pegado a la estación Once del tren Sarmiento, se presentaba por tercer día consecutivo la banda de rocanrol (así escrito) del momento, Callejeros, que unos días antes había tocado para 10 mil personas en la cancha de Excursionistas.

Se cerraba ese frenético 2004, que los había visto llenar por duplicado el Estadio de Obras, el templo del rock, durante el mes de julio.

Había llegado el ascenso tan deseado, la banda ya jugaba en primera y era la cara visible de una infinidad de grupos del palo que por esos tiempos salían hasta de las piedras.

Pero ellos eran distintos y lo sabían; intento de mística ricotera, alguna variación de ritmos, shows de alta intensidad y una prosa tanguera con cierta profundidad era más que suficiente para colocarse por encima del promedio, que con no más de tres acordes apenas podía dedicarle algo al rock, las nenas, el vino y algún sucio furgón.

Con melodías pegadizas y tolerables a cualquier oído, iban derechito a la masividad en un mercado poco exigente. Todo “tan perfecto que asusta”.

Algo olía mal.

Su amigo y promotor Omar Chabán los había convocado a despedir el año en su flamante República de Cromañón, un lindo y moderno micro-estadio para no más de 4 mil personas que ellos mismos habían inaugurado en abril.

En comparación a los antros habituales, era un lujo: paredes sin descascarar, techos altos, cortinas, agua en los baños, buena iluminación y buen sonido.

¿Por qué bajar de nuevo al llano unos días después de tocar en un estadio? ¿Pero cómo decir que no?. Si se trataba del mismo personaje que ponía a disposición su mítico Cemento para que cualquiera pudiera mostrarse aunque no vendiera entradas.

El mismo loco que tanto había hecho por la cultura under desde los años ´80, al que en algún rincón le debemos a tipos como Luca Prodan o el Indio Solari. No se podía ser tan desagradecido.

Porque a no olvidar, el ascenso no era de la banda únicamente, todos llegábamos ahí, músicos, colaboradores y público. Así se vivía. Para quienes llevábamos algunos años acompañando, el latiguillo “los sigo desde Cemento” cobraba vida.

Ese día nos revisaron hasta los pies. Pilas de Topper malgastadas en las manos para mostrar que no teníamos encima bengalas ni cosas raras. Pero como bien sabemos, eso entraba, al menos en parte, más temprano con los organizadores y los contactos necesarios.

Quien se negara a hacerlo, era automáticamente tildado de “careta”, el peor calificativo que se pudiera recibir. El desgraciado mote implicaba una distancia trazada entre el artista y el público, la idea de sentirse superior, de ya no ser uno más de ellos.

Semejante desafío podía estar en manos de bandas consagradas pero no de quienes aún se encontraban en período de prueba como este caso.

“Aunque te lo creas, no somos nadie, qué le vamos a hacer” era el mensaje.

Pasadas las 22.30, Cromañón era un hervidero, transpiraba el aire, no cabía un alfiler y un iluso Chabán pedía por favor que no se tirara pirotecnia porque todo podía terminar muy mal, “como el shopping de Asunción”, o sea prendido fuego.

Lo repitió tantas veces que sentí un frío en las venas que nunca más olvidé.

Sin embargo, su autoridad estaba muy deteriorada. Recuerdo haberlo visto por primera vez subido a la barra de Cemento, disfrazado de Mickey, intentando poner fin a una pequeña trifulca entre borrachines en una intensa madrugada paranoica a finales de 2001.

Lógicamente, sus posibilidades de éxito eran muy pocas. Su palabra ya no valía como en otros tiempos y, a decir verdad, los adolescentes de la época poco sabíamos de su historia. Tras advertir el posible desenlace fatal, explotaron varias bombas de estruendo para descalificarlo.

De inmediato, salió la banda al escenario y reiteró los pedidos de buena conducta.

A las 22.50 empezó a sonar “Distinto”, una invitación “a pensar, a reaccionar… a hablar mal del qué dirán y a ver temblar la seguridad”.

Porque de eso se trataba, de “ser distinto a lo que se parece”. Y llegó lo esperable: bengalas de todos los colores, de fuego, de humo que raspan la garganta, petardos y candelas.

Candelas, esas bolitas de fuego que vuelan alto y que en los lugares cerrados tocan el techo y rebotan hacia abajo, el terror de quienes no nos animamos ni a una estrellita navideña.

Por eso había que estar muy atento, así que nunca le quité los ojos a esos fueguitos lanzados por un eterno anónimo desde la derecha del control de sonido.

Pero acá el techo no era duro, lo cubría una media sombra. Increíble. Una de las esferas prendió arriba, la lona se empezó a desintegrar y a caer en pedazos.

Los que estaban alrededor saltaban en ronda como si fuera un fogón.

A los pocos segundos el sonido se apagó, la cosa iba en serio.

Agradezco a quien deba agradecer haber aguantado, unos minutos antes, las ganas de ir al baño del primer piso al ver la escalera repleta de gente.

“Voy cuando arranque que se va a vaciar”, pensé.

Y tuve suerte, de los que estaban ahí, pocos sobrevivieron.

Pude salir caminando tranquilo, encontrar a mi gente e incluso avisar a quienes todavía estaban entrando que no lo hicieran, que iban a sacar a todos y después volvíamos, como había pasado unos días antes en otro recital. Ingenuidad.

Luego vino el apagón, los gritos, la asfixia, los cuerpos aplastados, imágenes indescriptibles de la Plaza Miserere y todo el horror que después conocimos.

Las horas siguientes fueron de absoluto desconcierto.

Gente que iba y venía, amigos que se buscaban entre sí, impulsos heroicos capaces de torear al infierno para volver a entrar y salir (o no) con cuerpos desmayados, botellas de agua que caían del cielo, sirenas a todo volumen y una pregunta que nadie quería pronunciar sobrevolaba el aire caliente.

Pero la respuesta nos madrugó y pegó primero: las placas rojas en las pantallas del bar de la esquina habían empezado a contar.

¿CÓMO LLEGAMOS A CROMAÑÓN?

La tragedia no empezó ese día sino que fue la consecuencia de muchos años de degradación general de nuestra sociedad, sobre todo en torno a los eventos masivos. De hacer, básicamente, todo mal.

-Los barrios pueden ser trinchera cuando la guerra viene en frasco chico-

La desindustrialización deliberada impuesta a sangre y fuego por la última dictadura desde 1976 empezó a romper el tejido social por el cual las grandes mayorías, aun en los estratos más bajos, estaban incluidas al sistema.

La masa de marginados fue creciendo y se agigantó durante los años ´90 con diez años del más feroz neoliberalismo hasta que todo explotó por los aires en diciembre de 2001.

Durante esos años, el rock funcionó como una verdadera expresión contracultural y de resistencia, ya que la política no convocaba a la población y hasta resultaba una palabra de connotación muy negativa para el sentido común.

Dentro del rock tradicional, para no ser injustos con el punk y el heavy, Sumo y Los Redondos dieron los primeros pasos “anti-sistema” por medio de la autogestión y la negación a aparecer en ciertos medios de comunicación.

Pero en la Argentina de la confrontación permanente, tuvieron que elegir un rival de turno.

Soda Stereo, con sus raros peinados nuevos, la estética audiovisual de aquella década como parte central de la banda y una sobreexposición mediática era el enemigo perfecto.

De aquella experiencia y con la muerte de Luca, Sumo, con base en Hurlingham, parió a dos hijos naturales: Divididos y Las Pelotas, y con Los Redondos a tres hijos adoptivos: La Renga, Los Piojos y Los Caballeros de la Quema, la histórica trilogía que dio origen a lo que conocemos como “rock barrial” en nuestro país y que se movía en bloque a donde fuera. Mataderos, Palomar y Morón.

En el Oeste está el agite”, quedaba claro.

Con ellos, ya no eran sólo los estudiosos de la música los que podían tocar y tener cierto éxito, sino que se abría el juego a grupos de amigos con talento de los barrios periféricos, que también tenían cosas para decir.

Con letristas de altísimo nivel e inevitables referencias a los lugares de pertenencia, se fue generando una identificación inédita entre bandas y público.

“En tu andar veo mi andar”.

Bajo el paraguas de Los Redondos como padre vivo de la criatura, el terreno estaba fértil para que el rock de los barrios creciera a gran velocidad.

Así, tomamos aire para saludar y decir “Buenos días, Palomar”, viajamos de Retiro a Pilar con el inagotable “Paisano de Hurlingham” colados en el San Martín, vimos la luna y el sol posando “sobre los techos de Pompeya” y atacamos de frente a la figura del rockstar farandulero a través del “Disney-rock”, que lleva “de postre un gato viejo y un playback caro en Telefé”, porque siempre y ante todo, “Me vuelvo a Morón”.

Se multiplicaron las banderas con inscripciones barriales, las remeras, los tatuajes, la pirotecnia, los viajes a distintas provincias para acompañar y la gente empezó a cantar canciones de cancha para alentar a su banda.

La cosa se fue pareciendo cada vez más a una tribuna de fútbol.

El folclore argentino que a todos asombra, mientras nos regala el calor del aliento, nos trae de la mano un nivel de violencia e intolerancia de una irracionalidad única.

La rivalidad con Soda Stereo fue heredada por todo el núcleo y del simpático “Si no gritamos todos, parecemos Soda Stereo”, pasamos al vomitivo “Luca no se murió, que se muera Cerati…”. Gustavo se fue en serio y el recuerdo de ese cantito se vuelve insoportable.

Vale aclarar, para ser justos, que en muchas ocasiones desde el escenario volvía un “que no se muera nadie, che”.

-Matar un rati para vengar a Walter-

Sin dudas, el punto de inflexión en la historia del público de rock argentino ocurrió en abril de 1991 en las afueras del Estadio de Obras Sanitarias en un recital de Los Redondos.

Mediante una “razzia” encomendada a la Comisaría 35 de la Policía Federal, se produjo el homicidio y desaparición forzada, previa tortura, de Walter Bulacio, de 17 años de edad, en manos de dicha fuerza de seguridad.

El caso tomó tal notoriedad que nuestro país fue condenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, tanto por los hechos como por la impunidad garantizada.

A partir de allí, se declaró una guerra abierta entre la masa ricotera, que estaba en pleno ascenso, y la policía.

Ello, lógicamente, se trasladó a las bandas que empezaban a seguir ese camino y durante toda la década del ´90 se vivieron verdaderas batallas campales, sobre todo a medida que los grupos iban aumentando su masividad y presentándose en lugares cada vez más grandes.

Con este proceso se popularizó el canto que termina con el deseo de “Matar un rati para vengar a Walter y en toda la Argentina comienza el carnaval…”, grabado y editado en algún disco en vivo por ahí.

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-Pasame la bolsita de Poxi-Ran, prefiero flashear y no ver más esto-

Para la segunda mitad de esa década, nuestro país ya había sido reconvertido en una pobre colonia despojada de sus riquezas.

Como consecuencia, el desastre social desbordaba por todos lados. La excesiva frivolidad política y televisiva nada tenía en común con lo que se estaba viviendo.

Del barrio monoblock Luis Piedrabuena de Villa Lugano surgió Viejas Locas, que vino a patear el tablero y ser la voz de las barriadas marginales de Buenos Aires.

Sin metáforas y contra toda corrección, llegaron para ganarse un lugar en el subgénero “Stone”, por entonces monopolizado por los Ratones Paranoicos, que jamás intentaron parecerse a su público.

Con tapados de piel, pantalones de cuero, botas de cowboy, gafas oscuras y una excentricidad permanente, eran la viva imagen de los Rolling Stones en Argentina, además de ser pioneros en el rubro y grabar con la producción del legendario de Andrew Loog Oldham en los Estados Unidos.

Viejas Locas, de jeans rotos, zapatillas de lona y algún pañuelo, irrumpió sin pedir permiso para contar historias ligadas a todo tipo de excesos y vivencias suburbanas con un lenguaje directo y al hueso: “Intoxicado estoy y por las calles voy”.

Con “Chico de la Oculta”, quien desechado por su familia y “aspirando las pequeñas cosas que la vida no le dio”, terminó“tirado y dado vuelta en un zanjón”, empezamos a escuchar la realidad de los millones de pibes que el sistema iba descartando.

A su vez, con “Homero” entendimos la situación de hartazgo en los trabajadores de los barrios populares cuando, cansado y tapado de problemas, “entre diario y mate, se pregunta cuánto más” porque “en ese empleo no pagan y cada vez le piden más”.

Resignación y golpe en la cara a la zoncera de la meritocracia: “La vida del obrero es así y pocos son los que van a zafar”.

-En la cuadra el baile es así-

Viejas Locas se separó en el 2000 sin llegar a ser una banda masiva pero su popularidad siguió creciendo de manera desenfrenada.

La figura del Pity Álvarez como representante de los pibes de los barrios bajos que salían a ganarse un lugar en el rock and roll se volvió una bandera.

Con Intoxicados experimentó una búsqueda musical más amplia, por lo que el hueco dejado era enorme y había que llenarlo, el camino estaba allanado.

A partir del cambio de milenio, se empezó a armar un circuito de bandas del estilo que aparecían por todos lados. “Rock viejita” o “rock chabón” y hacían “rocanrol”.

Como todo lo que viene de abajo, en poco tiempo se ganó el desprecio y la descalificación del mainstream.

Como respuesta, se profundizó el viejo culto de no sonar en las radios, no dar entrevistas más que a algún medio “del palo”, y no “transar” con compañías discográficas para mantener autonomía y “no venderse”.

El único crecimiento legítimo era “de boca en boca”.

Por su parte, desde el lado del público, el proceso de “futbolización” ya era extremo, al punto de coexistir disputas internas entre distintas barritas para ver quién copaba más la parada.

Al no existir ningún negocio como en el caso de las barrabravas, la pelea era por mostrar quién llevaba la bandera más grande o prendía más y mejor pirotecnia, es decir, quién aportaba más al agite.

Cultura “del aguante” al taco.

Recuerdo, en un recital de Callejeros en el Hangar de Liniers, haber visto a una persona subida a los hombros de otra intentando quemar, con una bengala, una bandera que flameaba.

Esa noche terminó con corridas por Rivadavia, botellazos y piñas contra los autos estacionados.

Una revancha de lo que había pasado unos meses antes en El Teatro Colonial de Avellaneda, que también me tocó presenciar.

El clima estaba denso y la banda lo sabía. Amenazó, más de una vez, con no seguir tocando pero poco había para hacer en el país del “siga, siga”.

Ese clima excedía por mucho a un grupo de rock en particular, era la Argentina de los estallidos del 2001.

La bronca desatada ante un sistema de exclusión sin límites no encontraba respuestas todavía. La violencia estaba siempre latente, cualquier fósforo encendido provocaba un incendio. En la calle, los bares, la cancha, los boliches, donde fuera.

No por casualidad, el otro gran fenómeno musical de la época fue la cumbia villera, la voz del fondo del tarro que salió a la superficie para contar lo que pasaba en lo más hondo de una sociedad totalmente fracturada.

Nos sorprendimos con la reivindicación de los “pibes chorros”, era la primera vez que alguien no los estigmatizaba. Una de sus letras llegó al punto de explicar, paso a paso, un asalto bancario: “pelamos los fierros y todos abajo”.

De entrada, el espanto de los medios de comunicación que encubrieron y aplaudieron el proceso destructivo fue total, pero al poco tiempo, se empezó a tomar con gracia y a bailar hasta en los boliches del jet set y los grupos pasaron a ocupar largas horas en los canales de televisión.

Durante esos años, el rocanrol tuvo su momento de gloria.

Había lugares para tocar, bandas de una misma generación que se habían hecho amigas entre sí y un público cautivo de buena fidelidad que acompañaba siempre.

El fatídico 2004, Callejeros lo vivió con un crecimiento vertiginoso.

Se avecinaba lo más temido: ser testigos de “la metamorfosis del pibe de barrio que ahora sale en el diario y busca ser rocker”.

“Una Nueva Noche Fría” fue el hit que sonaba en las radios y en los bares, hasta se grabó un videoclip que salía en los canales “caretas” de la tele y, para colmo, llegó el contrato con Pelo Music.

Pronto, esos mismos medios que los habían rechazado de entrada aparecían para darle un espacio al nuevo producto en “el ranking de los elegidos del nunca jamás”.

Y eso, para los fundamentalistas, era un problema porque empezó a acercar gente a los recitales que no era del paladar negro del circuito.

Intolerable. “Cheto boludo, ¿por qué no te metés la Noche Fría en el culo?”, cantaban algunos.

Sí, contra una canción de la banda que iban a ver. Por igual rima pasaron, años antes, “Avanti Morocha” de los Caballeros y “El Farolito” de Los Piojos.

EL NUDO APRIETA MAL – CROMAÑÓN NOS PASÓ A TODOS

Es imposible entender Cromañón si no se tiene en cuenta nuestra manera de hacer las cosas y nuestro comportamiento como comunidad.

El rock es un fenómeno masivo, tal vez la segunda gran “pasión de multitudes” detrás del fútbol. Y en Argentina ambos temas son fundamentales.

El fanatismo, por el que se nos coloca como el “mejor público del mundo”, tiene siempre dos caras.

El punto de equilibrio es muy fino y es muy difícil mantenerlo.

El auge de la cultura “del aguante” nos llevó a hacernos más hinchas de nuestras hinchadas.

A veces, se festejaba más la entrada de la barra a la tribuna que la salida del equipo a la cancha y los cantitos pasaron a ser de auto-aliento para instalar que tienen, justamente, más “aguante” que las demás.

Peleas, corridas, robos de banderas como “trofeos de guerra” y hasta muertes se empezaron a celebrar más que los resultados deportivos.

Así, a mediados del año 2007, el fútbol de ascenso se quedó sin hinchas visitantes y en 2013, el fútbol de primera.

Por su parte, en el rock, el excesivo protagonismo del público también nos causó serios problemas.

Ello, sumado a la ineficiencia y las corruptelas de siempre formaron un cóctel que venía insinuando un final poco feliz y que algún día iba a explotar del todo.

Locales mal habilitados que no cumplían con una mínima norma de seguridad, sobornos a inspectores y policías, ventas de entradas por encima de la capacidad, el uso de pirotecnia con un techo inflamable y el ánimo de lucro por sobre todas las cosas se encontraron una noche de diciembre y llevaron a la muerte a 194 personas, causaron 1400 heridos y secuelas imborrables en miles de jóvenes que sentimos que, de alguna forma, volvimos a nacer.

Ni las bengalas ni el rocanrol, a nuestros pibes los mató la corrupción, se escuchaba en las primeras movilizaciones de amigos y familiares de las víctimas. Tengo mis dudas, me parece una verdad a medias que no se hace cargo de la parte que nos toca.

La tragedia derivó en la destitución del entonces Jefe de Gobierno Aníbal Ibarra y en la responsabilidad penal de casi todos los actores.

Durante un tiempo, se clausuraron infinidad de bares y locales porque cuando se pusieron a controlar en serio salió a la luz que, en su mayoría, estaban muy flojos de papeles.

No tengo elementos para saber si después de un tiempo volvió a ser como antes. Sí sé que el mundo del rock bajó varios cambios.

“El aguante” subsiste en proporciones menores en algunas bandas que lo arrastran desde hace décadas pero ya no es hegemónico.

El uso de pirotecnia es casi nulo y suele ser reprobado desde arriba y desde abajo del escenario, aunque no se puede dejar de señalar que años más tarde, en 2011, murió otro pibe por una bengala arrojada al aire en un recital en el Estadio Único de La Plata. Bochornoso.

Cromañón tiene que ser estudiado a fondo porque nos refleja como sociedad. Por ahora, nos queda el trágico recuerdo de una pesadilla más en nuestra corta historia, un “rincón eterno de las palabras”, que hoy es silencio, y lleno de angustia y dolor grita desde el fondo de una esquina porteña que jamás debe pasar al olvido.

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