Una discusión que se reedita año tras año, será abordada desde la información cruda de una realidad difícil de digerir y que se hizo prioritario abordar. Repliegue una vez más trabaja para pensar las políticas públicas que atiendan lo importante, sin caer en los sensacionalismos de lo urgente.
Por Federico Tavarozzi – Abogado UBA
En los últimos días sucedieron protestas violentas en el Complejo Penitenciario Federal de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la cárcel de Devoto, a raíz de reclamos de internos en el contexto de emergencia sanitaria ignorados por las autoridades. La temática de “los presos” y “las cárceles”, amplificada desde los multimedios, parece volver a estar en el foco de la opinión pública como tantas otras veces. Una vez más, ante el suceso violento o rentable en términos de rating, esta realidad tantas veces postergada, sino olvidada, vuelve a salir a la luz y a polarizar las opiniones al respecto.
Esta vez, en este momento social inédito y de excepción tanto nacional como mundial, en el que la gran mayoría de la población del planeta se encuentra sujeta a restricciones de sus libertades ambulatorias, las discusiones sobre las penas de privación de libertad y el funcionamiento del sistema penitenciario, sus finalidades, resultados y proyecciones parecen tomar relevancia.
Entonces, ¿es posible crear sentido alejándose del sensacionalismo con el que suele tratarse la cuestión en los medios masivos de comunicación, que muchas veces reflejan y/o reproducen opiniones generalizadas socialmente? ¿Cuáles son las reflexiones o conclusiones positivas que este momento histórico nos pueden dejar en materia penitenciaria y de política criminal? ¿Podemos extraer las respuestas que surgen necesarias para orientar un sistema punitivo distorsionado, ineficaz e injusto a valores racionales y justos desde la normativa vigente a nivel nacional?
Al día de hoy, el Servicio Penitenciario Federal en su página web informa un total de 12.492 personas alojadas en sus unidades, sobre un total de plazas disponibles de 12.694.
Si bien estas cifras habrían dejado atrás la notable sobrepoblación carcelaria que se dio durante el gobierno anterior, con su explicito favorecimiento del recrudecimiento de la represión y del punitivismo en general, y en particular a raíz de distintas reformas llevadas a cabo, en especial la reforma de la Ley de Ejecución Penal mediante Ley 27.375 en el año 2017 y la entrada en vigencia del régimen de flagrancia (gobierno que paradójicamente iría terminando su mandato con el dictado de la Resolución 184/2019 por el Ministerio de Justicia que declaró la “emergencia en materia penitenciaria” en el año 2019, dando cuenta de una total irracionalidad e imprevisión en sus lineamientos de política criminal), no dejan de poner en evidencia el colapso del sistema penitenciario, exponiendo las condiciones críticas de falta de efectivización de la gran mayoría de los derechos de las personas privadas de su libertad, las que se ven postergadas en prácticamente todos los planos de su realidad diaria.
A la cifra del Servicio Penitenciario Federal, hay que sumarle aquellas de los servicios penitenciarios provinciales y de los detenidos en dependencias policiales en todo el país (con especial relevancia las comisarías de la provincia de Buenos Aires), lo que arroja una cifra total entre 80 y 90 mil personas privadas de su libertad.
De este universo de personas, la gran parte son varones, jóvenes, y están vinculados a delitos contra la propiedad o relacionados con el mundo de la droga, en general en sus formas más precarias y marginales, y no a delitos graves y violentos como en general suele aparecer reproducido. Tal es así que de los últimos datos disponibles del Sistema Nacional de Estadísticas y Ejecución de la Pena, disponibles en internet, más del 70% de la población penitenciaria federal se encuentra acusada o condenada por infracciones a la Ley 23.737 (de estupefacientes) o robos, tentativas de robo y hurtos.
Como dato más que relevante, además, el 53,70% de los internos del Servicio Penitenciario Federal se encuentran privados de su libertad en situación de prisión preventiva, es decir, procesados, sin una condena firme resultante de un juicio. A nivel del total nacional el porcentaje se replicaría o incluso aumentaría.
Esta sola referencia a la estadística sobre las prisiones preventivas parece echar por tierra la veracidad de cualquier referencia, de las tan recurrentes en distintos ámbitos y tan presentes en estos días, a un sistema de justicia criminal “blando”, de “puerta giratoria” o asimilable a la descripción de “garantista” que suele dársele vulgarmente.
Olvidemos por un momento que habitamos en una República con base normativa en una Constitución Nacional, la que a lo largo del tiempo suscribió, al menos normativamente, los estándares más altos en derechos humanos, y que en particular posee un sistema de justicia penal regido por legislación de tipo garantista, es decir, de tutela de los derechos del imputado y de sus garantías procesales de origen constitucional en el marco del proceso penal al que se encuentre sujeto. Si obviamos esta realidad y utilizamos la referencia vulgar de “garantismo” en referencia a nuestra política pública en materia criminal, tal como se reproduce en los medios de comunicación, ¿cómo es posible que más del 50% de las personas privadas de su libertad lo estén en forma irregular, contrariando la ley aplicable y las disposiciones constitucionales que la sustentan? Allí parecería existir una falacia direccionada a desvirtuar la discusión. Si tan “garantista” fuera el sistema, de acuerdo a la normativa vigente hoy en día, una enorme mayoría de esas personas, a la fecha inocentes, no estaría en situación de encierro.
Es así que de acuerdo a la legislación vigente en la materia desde el año pasado, el artículo 210 del Código Procesal Penal Federal, solo deberían encontrarse en situación de prisión preventiva, con anterioridad a una condena, aquellos respecto de quienes se comprobara “peligro de fuga” o “peligro de entorpecimiento de la investigación”, y siempre que no les resultaran aplicables otras medidas menos lesivas o restrictivas de su libertad (como la promesa de comparecer, la vigilancia de algún organismo, la prohibición de salida del país, retención de documentos de viaje, vigilancia mediante dispositivo electrónico, entre otras). Como puede verse, no se necesita demasiada creatividad jurídica en el caso concreto (o al menos en la mayoría de ellos) para evitar una prisión preventiva garantizando con ello el principio de inocencia y descomprimiendo las unidades de detención. Se trataría solo de ajustarse a la norma.
Sin embargo, no debe perderse de vista la realidad puntual en muchos de estos casos, en los que por la gravedad del delito o las condiciones socio comunitarias y habitacionales de ciertas personas, se torna difícil el poder otorgar, en los hechos, una medida distinta el encierro que pueda garantizar que ellas queden efectivamente sujetas al proceso penal que se les sigue. Más allá de este punto, que es una realidad efectiva, cualquier excusa, por firme que sea, parece inválida a la hora de negarle un derecho tan esencial como la libertad ambulatoria a un ciudadano, más aún si la excusa refiere a una parte importante de la problemática, como es aquella de los medios de vida, recursos y oportunidades de personas en situación de exclusión social.
En esta misma clave, y bajo la óptica del “garantismo”, ¿cómo es que personas condenadas pero que ya han alcanzado el término legal dentro del régimen de progresividad que es la regla en nuestro ámbito para obtener beneficios como ser salidas transitorias, o mismo libertad asistida o condicional, ni hablar de aquellas que hubieran agotado su pena, deberían permanecer privadas de su libertad? ¿Qué clase de “garantismo” sería ese? ¿Por qué, en este caso, ceder a la discusión sobre la gravedad del delito cometido si los términos legales estuvieran cumplidos? En estos casos, más que una falacia, parecería existir un incumplimiento grave de la normativa, de sus fines y objetivos, y un descreimiento total en los hechos sobre el deber ser del sistema y su fin “resocializador”.
Respecto a la situación de las prisiones domiciliarias, la Ley de Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad, si bien de modo facultativo en cuanto deja en cabeza del juez la decisión en el caso concreto, es más que clara sobre los supuestos en que las mismas procederían: enfermos graves o terminales, discapacitados, mayores de 70 años, mujeres embarazadas o madres de menores. En estos casos, y en el contexto actual, no parecen tener que suscitarse mayores reproches al otorgamiento del beneficio a estos universos de personas, que de todas maneras representan un bajo porcentaje de la población penitenciaria total.
Sobre este punto, y para reforzar la idea de que solo se requiere cierta voluntad a la hora de tomar decisiones, viene siendo un criterio bastante firme el otorgamiento de prisiones domiciliarias a procesados o condenados por delitos de lesa humanidad con motivo de su edad y/o afecciones físicas. En este sentido, si por algún motivo, cualquiera que fuere, se otorgó el beneficio a personas responsables de los delitos más graves en nuestro marco, todo el resto de personas contempladas en los supuestos citados deberían poder igualmente acceder al beneficio sin mayores problemas o miramientos. Se trataría únicamente, en estos casos puntuales, de aplicar criterios de justicia y equidad.
Por otro lado, nos encontramos con la situación de las personas privadas de su libertad (ya sea procesadas o condenadas) en virtud de delitos violentos. Robos de extrema violencia o recurrentes, homicidios, delitos contra la integridad sexual, entre otros delitos graves, parecen sintetizarse recurrentemente en “los asesinos” y “los violadores” que suelen aparecer como los únicos habitantes de las prisiones del país, lo que como fue ya dicho es por demás falso, tratándose de menos del 30% de la población total.
Desde ya que la realidad del delito violento y de los delincuentes violentos existe, y seguramente sea una de las cuestiones más sensibles a la hora de darles tratamiento ya sea desde la opinión como desde las decisiones administrativas y/o judiciales. Ahora bien, en el contexto actual no se logra entender el por qué la discusión debería recaer sobre este universo de casos, ni hablar si se trata de personas con condenas firmes en curso y sin posibilidades de obtener algún beneficio de acuerdo al sistema de ejecución penal o de acceder a arresto domiciliario. En tales casos, no se vislumbra ningún motivo excepcional, ni tampoco ningún recurso jurídico válido por el cual esas personas deberían recuperar su libertad. Se tratará, en todo caso, de extremar medidas sanitarias, de salubridad e higiene y de garantizar los derechos de los detenidos, sin perder de vista el piso mínimo desde el que se parte. De lo que no debería tratarse es de desvirtuar el sistema judicial y penitenciario con pretensiones irracionales y utilizando recursos que no existen.
En este marco de ideas, podemos entender que la normativa vigente y su correcta aplicación podrían servir para avanzar sobre la problemática en este contexto y adecuar la situación de las personas en situación de detención a valores más justos e igualitarios, sin necesidad de embarcarse en grandes reformas o utopías, al menos desde el plano judicial, ni de caer en discusiones abstractas y repetitivas. Se trataría en definitiva de orientar el sistema desde la racionalidad, la eficiencia y, principalmente, observando los derechos de este colectivo de personas, que virtualmente les son reconocidos hace décadas, y siempre, en más o en menos, ignorados en los hechos. Lo que no parece justo es cargar sobre ellos las falencias, las postergaciones o los olvidos del Estado.
La Acordada 9/2020 de la Cámara Federal de Casación Penal, como el máximo órgano en materia penal del país, parece orientarse en este sentido, advirtiendo y asumiendo en los papeles la situación de excepción en que se encuentra, ya podemos decir desde siempre, el sistema penitenciario, con su hacinamiento extremo y sus nulas condiciones de salubridad e higiene, y recomendando a los jueces y tribunales la adopción de medidas alternativas al encierro respecto a distintos grupos de personas detenidas (personas en prisión preventiva por delitos leves o no violentos; con prisión preventiva excedida del término legal; condenadas por “delitos no violentos que estén próximas a cumplir la pena impuesta”; “condenadas a penas de hasta 3 años de prisión”; además de los supuestos que fueron referenciados más arriba). La Cámara, recomienda también “meritar con extrema prudencia y carácter sumamente restrictivo la aplicabilidad de estas disposiciones en supuestos de delitos graves… según la interpretación que el órgano jurisdiccional haga en cada caso”.
Es necesario resaltar que tales recomendaciones de la Cámara no son vinculantes en ningún sentido para el juez del caso concreto.
Ahora bien, si simplemente se observara la normativa tal como existe hoy en día, se profundizaran las intenciones en mejorar y modernizar el sistema, se focalizara en las realidades concretas de las personas sujetas al encierro y se tendiera a un mayor diálogo entre las agencias que lo conforman y que pueden aportar a la problemática (desde los poderes ejecutivos, legislativos y judiciales, las fuerzas policiales, hasta los sindicatos, las empresas, y la sociedad civil en general), una Acordada como la citada no tendría motivo alguno de ser.
Entonces, este momento de excepción puede contribuir positivamente, quizás de forma casual, en una realidad que siempre se mantiene en los extremos de la excepcionalidad y la irregularidad, y, por qué no, ser un hito que permita dotar al sistema de racionalidad, apostando a medidas alternativas a la prisión, dejando como último recurso la privación de libertad y el encierro, humanizando y dando un nuevo sentido a las unidades penitenciarias para los casos en que resulten necesarias,favoreciendo la “resocialización” o reinserción social de las personas privadas de su libertad, tendiendo en lo posible a una integración comunitaria que permita otro tipo de tratamiento y solución de conflictos, entre otras tantas posibilidades.
En definitiva, corresponde trabajar en el fomento de una voluntad creativa y humana que ofrezca herramientas concretas desde la realidad efectiva actual, a fin de contribuir a que de una buena vez la problemática no se siga reproduciendo en eterno, en perjuicio no sólo del colectivo de personas en encierro, sino de toda la sociedad. Es momento de que todos comprendamos que una cárcel de hacinamiento no es más que una escuela de delincuencia, y si los privados de su libertad viven en condiciones infrahumanas, eso se reflejará en una peor calidad de vida hacia el futuro para el conjunto de nuestra comunidad. ¿En qué condiciones de convivencia creemos que quedará una persona al salir en libertad, luego de ser tratado por la sociedad como un animal durante años? Por lo pronto, la realidad está nuevamente en la agenda, y se renuevan una vez más las posibilidades de un abordaje serio y responsable, y con ello de una mejora del sistema.
Un comentario sobre “Realidad penitenciaria en tiempos de pandemia”