Mientras el pejotismo se enreda en internas, el pueblo camina con un reclamo que no envejece: pan, paz y trabajo.
Cada 7 de agosto desde la madrugada cientos de cuerpos cansados caminan hacia Liniers. Algunos vienen en silencio, otros cantan. Algunos arrastran los pies con la misma dignidad con la que cuelgan un cartel escrito a mano: “pan, paz y trabajo”. En esa procesión sin cámaras ni estridencias, hay algo que todavía no se ha entregado. No es sólo fe. Es otra cosa. Es una forma de recordar sin palabras y sin comunicados que el pueblo argentino no nació para arrodillarse.
A San Cayetano, no se le pide trabajo como quien busca un contrato. Se le pide como quien exige justicia. Con hambre en el estómago y bronca contenida en las venas. Porque los fieles que llegan hasta el santuario no le hablan al cielo esperando un milagro: le hablan a un país que los abandonó. No hay márketing en la fila. No hay futuro prometido. Hay una certeza sorda, terca, que se transmite de generación en generación: este pueblo no se resigna.
En esa escena popular, callejera y mística, vibra la misma energía que sostuvo a Saúl Ubaldini cuando, en plena dictadura, en agosto de 1981, encabezó la primera gran marcha del movimiento obrero. También fue a San Cayetano. También caminó por pan, paz y trabajo. También supo que no había conducción política posible sin un pueblo dispuesto a sostenerla.
Hoy, cuando el peronismo se arrastra entre internas recicladas y promesas de renovación vacías, cuando los mismos que lo llevaron al naufragio se ofrecen como salvadores, cuando la dirigencia duda entre el silencio y la foto, esa fe popular aparece como el último refugio. No como nostalgia, sino como advertencia.
Porque cuando todo se desintegra, lo que queda no es la institucionalidad. Lo que queda es el gesto. Caminar hacia Liniers gesta más política que cualquier slogan de campaña.
Ubaldini, San Cayetano y la política como fe
La historia oficial de la democracia argentina empieza en 1983, con una plaza llena, un cierre de campaña y la promesa radical de un país en paz. Pero esa es apenas la postal final de otra historia, una clandestina, más trabajosa, más sucia. Una historia que no tuvo micrófonos ni editoriales: la del movimiento obrero, que nunca dejó de resistir.
En agosto de 1981, cuando las armas aún gobernaban el país, la CGT Brasil —una escisión disidente, encabezada por Saúl Ubaldini— convocó a la primera gran movilización contra la dictadura. No se hizo en Plaza de Mayo. Se hizo en Liniers. A San Cayetano. Un santo como escudo y una consigna imposible de refutar: pan, paz y trabajo.
No fue sólo una jugada táctica. Fue un acto de conducción política en su estado más puro: sin partido, sin elecciones, sin pactos. Ubaldini, cervecero y peronista, entendió que en ese momento no había otra forma de nombrar la justicia que marchando junto a los que todavía creían. El gesto fue tan poderoso que obligó a todos a tomar posición. Y el lugar elegido —la Iglesia, la calle, la periferia— fue una interpelación directa a los sectores medios progresistas, que aún veían en lo religioso un rezago a superar.
Pero no había atraso en ese gesto. Había inteligencia. Porque cuando el lenguaje de la política se vuelve ilegible, la fe popular aparece como reserva moral, como la forma más clara y directa de decir “esto no”. Contra la tortura, contra el hambre, contra la desindustrialización, contra la persecución.
Ubaldini no fue un mártir. Fue un conductor. Y su conducción se forjó al lado del pueblo, no por encima de él. Supo ver que el movimiento obrero no era sólo una herramienta de presión económica, sino un sujeto histórico con capacidad de conducción nacional. Y supo también que sin esa mística —esa forma de organizar lo inorganizable, de creer sin garantías— no hay política posible.
La movilización a San Cayetano en plena dictadura no fue un acto de fe. Fue una operación política cargada de simbología y riesgo. Y su recuerdo no puede ser usado como decorado nostálgico por quienes hoy piden renovación sin programa, o democracia sin pueblo.
El peronismo en ruinas, la fe como resto político
Hoy el peronismo no camina. Calcula. Encuesta. Habla de “renovación” como si eso significara algo más que cambiar los nombres propios que fracasaron hace apenas meses. El clamor de la calle ya no entra en sus consultoras. La mística se licuó en fórmulas de unidad de emergencia. La conducción no se disputa: se simula.
En ese plano, la comparación con el 81 es cruel. Porque entonces la injusticia tenía nombre, rostro y armas. Hoy, en cambio, todo se presenta como un juego de opacidades: una “libertad” que ajusta, una “república” sin pan, un “mercado” sin salarios, una “democracia” que se reduce a no morir fusilado.
Sin embargo, la gente sigue caminando y no precisamente a las urnas. A Liniers. Sin promesas, sin aparato, sin devolución de favores. ¿Qué busca ahí? No es empleo. No son subsidios. Ni tampoco soluciones. Busca comunidad. Busca sentido. Busca ponerle nombre al sufrimiento y encontrar en otros la confirmación de que no está loco, ni solo, ni vencido.
La diferencia es sustancial. Porque mientras el militante profesional le reclama al sistema político un lugar en la lista, el creyente le habla a San Cayetano con la certeza de que no se va a salvar con este modelo económico, pero igual va. Porque en esa espera no está la promesa de un futuro mejor, sino la afirmación de una identidad colectiva que no se entrega. La fe popular no es esperanza abstracta: es praxis simbólica, es política sin permiso, es comunidad sin conducción.
En ese gesto, hay más programa que en cualquier congreso partidario. Más representación, que en cualquier interna. Más verdad, que en cualquier “relato”.
Y es ahí donde la paradoja se vuelve insostenible: el peronismo —ese movimiento que supo organizar al pueblo desde abajo, que convirtió al trabajador en sujeto político— le reclama hoy a esta democracia vacía, lo que ella ya no puede entregar. Como si la democracia que parió la dictadura —sin sindicatos fuertes, sin economía nacional, sin conducción política real— pudiera todavía contener algo más que su propia crisis.
Lo único que queda en pie es esa fe inexplicable. Y tal vez, como en el 81, sea desde ahí, desde esta mística tercamente popular, que vuelva a surgir una conducción. No porque haya plan, sino porque hay pueblo. Y cuando hay pueblo, la política no puede morir del todo.
Reconstruir la conducción
No hay que empezar de cero. Hay que empezar desde el resto. Desde lo que quedó en pie después de la tormenta: la fe popular, los vínculos que resisten, los gestos sin traducción institucional. El problema del peronismo no es la falta de renovación: es la falta de conducción. Y conducir no es tener la lapicera para ordenar una lista. Es leer el momento, organizar la fuerza disponible y señalar un horizonte. Aunque sea chiquito, aunque esté lejos.
San Cayetano no ofrece soluciones, pero sí un método. El método de la espera activa, del caminar colectivo, del reconocimiento entre iguales. Es en esa liturgia donde todavía se cocina una política posible. Una política que no niegue el conflicto, que no le tema a la palabra justicia, que no se esconda detrás del cinismo tecnocrático. Una política que vuelva a construir programa, pero desde abajo, desde el barro, desde la experiencia viva de los que ya no creen en la política, pero igual caminan.
La propuesta no es mágica, ni idealista. Es concreta: reorganizar lo que existe. Volver a los sindicatos, no para usarlos como sellos, sino para discutir dentro de ellos cómo se gestiona lo que viene. Reconstruir la base. Hablar con quienes ya no esperan nada del sistema político. Reconocer que no hay salvadores ni atajos, pero sí hay camino.
Ubaldini entendió eso en 1981. No pidió permiso. No esperó a que le bajaran línea. Leyó el cuerpo social y lo puso en marcha. Hoy necesitamos menos relato y más gesto. Menos épica de cartón y más organización invisible. Menos candidatos, más cuadros. Menos optimismo ciego, más fe activa.
Porque mientras haya alguien que camine hasta Liniers con un cartel colgado de la espalda que diga “pan, paz y trabajo”, la justicia todavía tiene una chance. Habrá quienes estén dispuestos a imaginarla y reclamarla para sí.
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