“Algo realmente nuevo está entre sus manos, lector”, Arturo Peña Lillo.
Sabemos que la figura de un editor de libros está desdibujada o apagada hoy en día, con la mutación de la lectura a partir de dispositivos digitales como pueden ser la computadora, un e-book o el propio celular. Pero, aun así, entre los instrumentos transmisores de cultura que domina el ser humano, el de mayor prestigio sigue siendo el libro, aquel medio insustituible como difusor de ideas y expresión del pensamiento abstracto. Tal es así que Arturo Peña Lillo en su desarrollo profesional nos ha dejado un legado que continúa vigente, porque un autor escribe textos, el editor crea libros, y sin libro no hay cultura. Al decir de Fermín Chávez, “cultura nacional es poder nacional”.
Infancia proletaria
“Yo era un obrero”, decía Arturo Peña Lillo sobre su infancia en cuanta entrevista se le realizaba. Nació el 30 de agosto de 1917 en Valparaíso, Chile. Pero a sus tres años ya se encontraba en tierra argentina y desde muy pequeño fue un gran lector. “Desde la escuela primaria uno de mis sueños incumplidos fue que mis padres acertaran la lotería y así poder adquirir el tesoro de la juventud, una enciclopedia juvenil”[1]. Tomaba a la lectura para escaparse de su triste realidad; “el hábito de la lectura me creó un mundo de realidad y fantasmas que oscureció en mí la distinción entre verdad y fantasía. A los 12 o 13 años, la realidad era para mí un sueño. Un mal sueño dada la dureza de la vida en que se debatían mis padres”[2].
La vocación política de Peña Lillo se remonta para el año 1928, que se acercó a un comité radical para festejar el triunfo de la fórmula Yrigoyen-Beiró. Arturo siempre se consideró un obrero con inquietudes proletarias, tal es así que sus lecturas se relacionaban con esas ideas. “Por mi formación obrera, sin haberme afiliado nunca a ningún partido de izquierda, me había nutrido de lecturas de crítica social de autores como Mario Mariani, Castelnuovo, Pío Baroja, Henry Barbusse, Máximo Gorki, León Tolstoi, textos de divulgación marxista”[3]. “Los que teníamos 20 años en 1940 estábamos definitivamente divididos en 2 bandos: los ricos y los pobres. Los primeros, “la juventud dorada” de la época, era seria, formal y universitaria; nacionalista y antisemita. Los que trabajábamos, nos orientábamos en búsqueda de nuestra identidad social y el destino que nos aguardaba, en algún comité del Partido Comunista o Concertación Obrera capitaneada por Penelón al escindirse del comunismo argentino. También teníamos a nuestro alcance la Biblioteca Juan B. Justo, de la Casa del Pueblo, sede del Partido Socialista ubicado en la calle Rivadavia al 2100. Por 20 centavos leíamos los libros que editaba Claridad, dirigida por Antonio Zamora”[4]. Pero Arturo Peña Lillo no era solamente de ideas obreras “si hay una clase inalienable es precisamente la clase obrera”[5], también estas las llevó a la práctica con su activismo sindical, porque siendo operario de un taller gráfico y delegado gremial, fue despedido por imprimir folletos e incitar a la huelga. “Fui despedido al poco tiempo por ser delegado obrero y haber movilizado al personal ante una huelga que se gestaba. Llamado al escritorio de Alberto Rosso, uno de los propietarios e hijos del fundador de ese taller, que juntamente con José Ingenieros publicara las ediciones de La Cultura Argentina, imprimiéndose en dicho taller. Presente en su despacho se me aclaró que “si no estaba conforme con el jornal, me apretara el cinturón o dejara de ir al cine” y me mandó a casa”[6].
“Fui un “sin trabajo” más, al filo de la Década Infame. Medité mi destino. Y agarré el único diario que era el que le señalaba a los desocupados: La Prensa. Parado en la esquina de Rivadavia y Callao, hallé un aviso como para mí, hasta cierto punto. Pedían un vendedor de librería. Mi familiaridad con la lectura me envalentonó y me presenté (…) me había incorporado al personal de la librería Hachette.”[7]
Trabajó para esa firma durante seis años en la sucursal frente a la entonces Facultad de Medicina, hoy edificio de Ciencias Económicas, sobre la Avenida Córdoba. En esa etapa de vendedor conoció a muchos médicos y a estudiantes de medicina, porque dicha sucursal se especializaba en libros de medicina. Desde allí, tomó la decisión de asociarse al médico Federico Del Giudice y emprender su camino como editor para el año 1952. “No se nos ocurrió mejor idea que ponernos a estudiar un plan editorial. Yo aportaría mis supuestas condiciones empresarias y él las financiaría”[8]. Nació así el primer sello editorial de Arturo Peña Lillo, llamado Peña-Del Giudice editores.
En este proyecto publicaron diferentes obras de diversos temas, entre ellas, por citar “Instrucción del Estanciero” de José Hernández y “El idioma de los argentinos” de Jorge Luis Borges. “No puedo dejar de recordar la sorpresa de Jorge Luis Borges, cuando Del Giudice y yo le llevamos un ejemplar de su libro recién editado junto con un cheque, importe de los correspondientes derechos de autor. Emocionado nos dijo “es la primera vez que cobro dinero por lo que escribo”[9].
Para 1953 el sello de Peña-Del Giudice editores se transformó en ALPE, porque los talleres gráficos en donde imprimiría sus libros editados era el taller de los hermanos Sergio y Alfredo Alonso (AL de Alonso - PE de Peña).
El libro fundacional
La industria editorial en Argentina en los años ‘50 sentía el impacto de la recuperación de las editoriales europeas que volvían a exportar tras la Segunda Guerra Mundial. Se necesitaba creatividad para afrontar el momento, y así fue como Peña Lillo encontró una solución; “Para la editorial, uno de los problemas a resolver para su buen funcionamiento es la manera de llegar al público consumidor de lectura. A este fin conocemos las bibliotecas, los clubes de lectura, las bibliotecas circulantes, las organizaciones de crédito, ferias, quioscos, y por supuesto, la más tradicional como es la librería. Despertar el interés por el libro y lograr que se consuma es el acto más significativo en todo el proceso de su edición… (…) Imbuidos en esta problemática, Juan Volpo, desocupado, experto en vender cualquier cosa, como yo, en estos momentos, desde la vidriera de una confitería barajamos nuevas y dinámicas formas de vender libros. En tanto charlabamos, observábamos cómo trabajaba el canillita en su puesto de diarios y revistas cuando, no recuerdo si Volpo o yo, advertimos que ese era el medio ideal para vender libros, pues tenía los elementos indispensables como ser exhibición, lugares estratégicos y el fácil acceso del ocasional comprador (…) la idea nos había seducido (…) para esto deberíamos fabricar un exhibidor… el aparato que luego llamamos “pantalla”, debía ser como un caballete de pintor, para facilitar su manejo y su guarda en el menor espacio posible. Completa la idea, hicimos un croquis y encargamos a un carpintero su realización. Cuando estuvo lista la “pantalla” conformamos un surtido listado de libros, de acentuado interés popular, por considerar que era lo más apropiado para la calle”[10]. Pero no alcanzó con esta creación de vender libros en los puestos de diarios que Arturo sentía que había que arriesgarse y la “apuesta a ciegas” como la llamó él, llegó en 1954. “Historia de la Argentina” de Ernesto Palacio, la primera versión revisionista integral de la historia argentina. Este es el libro fundacional que caracterizó toda la labor profesional de Arturo Peña Lillo, el libro que le abrió el camino hacia “lo nacional”, la identidad de su editorial, frente a la mirada hacia lo europeo, oponiendo lo argentino y americano. Además, es este exitoso libro el que lo acercó a los autores que luego serían sus baluartes, como Jorge Abelardo Ramos y Arturo Jauretche. El libro de Palacio hizo conocer a Peña Lillo a los intelectuales nacionales; “la ‘Historia de la Argentina’ me había introducido en un ámbito político en el que se mezclaban la derecha con la izquierda, de manera amable pero sospechosa. La izquierda nacional de Jorge Abelardo Ramos convivía respetuosamente con Marcelo Sánchez Sorondo, aunque socarronamente guiñaran el ojo en la crítica del quehacer nacional. Pero los unía una actitud que salvaba diferencias mayores: el cuestionamiento de la historia oficial. La política es prisionera de la historia”, había dicho Ramos. El revisionismo comenzaba a ser un grupo de presión que con el correr de los años se convertiría en factor de poder”[11].
Arturo Peña Lillo, editor
Nacía para el año 1957 el sello editorial que consagró al obrero editor, porque proscripto el peronismo nació una literatura política que había que darle su cauce, su medio, su vehículo. “La persecución política obligaba a quienes se habían identificado con el gobierno depuesto en 1955 a una suerte de marginación tanto laboral como profesional, llevando a muchos de ellos a caer en profundos estados depresivos. Asistí a la angustia vivida por Juan José Hernández Arregui, que por entonces frecuentaba la compañía de Jorge Abelardo Ramos (…) Corría el año 1957 (…) fue cuando proyectamos la publicación de una colección de pequeños libros, folletos diría yo, que expresaran la problemática nacional y latinoamericana (…) La colección tendría una periodicidad quincenal y su venta prevista en los kioscos de diarios. La lista de los colaboradores la hicimos en un café, hoy desaparecido, en el que nos reuníamos habitualmente, pues la editorial sólo contaba con un húmedo sótano para depósito de libros. Ellos serían José María Rosa, Jorge del Río, E.B. Astesano, el mismo Ramos, y todos aquellos autores que, a la aparición de los primeros títulos, a no dudarlo, se agregarían (…) La Siringa, así se llamó la colección. Llenó en su momento el vacío bibliográfico en cuanto a política e historia nacional se refiere. Sus primeras entregas hablan por sí mismas: “Historia Política del Ejército argentino”, de Ramos, “Política nacional y Revisionismo Histórico” (que es una clase dictada por Jauretche en el Instituto Juan Manuel de Rosas que Arturo Peña Lillo la transformó en libro), “Del anarquismo al peronismo”, de Arturo Belloni, “La crisis del Uruguay y el Imperio Británico”, de A. Methol Ferré, llegando a publicarse más de 30 títulos de similar contenido. Estas publicaciones crean una singular expectativa en los lectores por su sistemática difusión de los nacionales. El sello homónimo recibía los óleos sacramentales de editorial nacional, honrosa distinción que comprometió mi fidelidad y mi conducta a la causa nacional”[12].
Esta colección presentaba libros fundamentales que luego se utilizarían en ámbitos académicos por la calidad de sus contenidos, pero que inicialmente ni Abelardo Ramos, como su puntapié inicial, ni Arturo Peña Lillo, quien asumía el riesgo empresario, lo tenían como objetivo. Porque La Siringa fue un proyecto de divulgación, no de académicos. Interpelar a los lectores y crear una comunidad con ellos, fueron los objetivos editoriales, porque la colección cerraba el abismo entre el lector y el libro, por sus sistemáticas entregas y sus precios accesibles. Todos los títulos se proponían plantear al lector los problemas cardinales de su destino, con la voz de quienes tenían algo para decir sobre la historia argentina y la coyuntura nacional, porque los grandes pensadores de la patria, de aquel momento, fueron editados por el sello Arturo Peña Lillo, editor; títulos como “El pronunciamiento de Urquiza”, de José María Rosa, “Alberdi y el mitrismo”, de Fermín Chávez, “El asesinato de Dorrego”, de Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde. Peña Lillo se involucró frontalmente con la escena política de su tiempo y en La Siringa encontramos su aporte. Leer La Siringa, colección que funcionó entre 1959 y 1966, era asumir una práctica militante con la patria, fueron los libros de trinchera durante la resistencia peronista. “El historicismo no sólo despierta la conciencia de la nueva generación, sino que la mueve a enrolarse en una lucha de liberación”[13].
A partir del éxito en las ventas de esta colección fue que la editorial pudo ampliar su catálogo hacia otras temáticas que no sean la literatura política. Por citar, Colección de Ensayos Literarios, Colección de Teoría y Técnica, y la edición del Boletín Oficial de la Academia Porteña del Lunfardo.
La firma Arturo Peña Lillo, editor, estaba en su auge, con “La Guerra del Paraguay y las montoneras argentinas”, de José María Rosa en 1964, “El medio pelo”, de Arturo Jauretche en 1966 e “Historia de la Nación Latinoamericana”, de Jorge Abelardo Ramos en 1968, la editorial dejó de estar en los bordes, para pasar a estar en el centro del campo editorial; con gran dinamismo empresarial, tácticas comerciales, una política definida y saberes profesionales, todo bajo la conducción de un “editor de raza” como Arturo Peña Lillo.
La editorial de Peña Lillo, a la par del clima política del retorno del General Juan Perón (en su libro Memorias de Papel, menciona el proyecto trunco de editar las Obras Completas de Perón, ya contando con el conforme del General), continuó su labor; iniciativas como Cuadernos de Política, colección sobre los vínculos entre las Fuerzas Armadas y la política nacional, que incluyó títulos como “Ejército y Política”, de Jauretche, “Las armas de la revolución”, del teniente coronel Florentino Diaz Loza, y un título de Enrique Guglialmelli, entre otros. Asimismo, a partir de su relación con el juez Salvador María Losada, publicó los entretelones del caso de la quiebra del Frigorífico Swift en “La carne podrida”, de 1972. Para 1973 llegó la revista mensual Cuestionario, un proyecto al cual Peña Lillo le dedicó mucha energía junto a Rodolfo Terragno.
Un golpe que también fue a los libros
Arturo Peña Lillo no se había incluido en el frente electoral en el cual la gran mayoría de sus amigos y autores sí se habían sumado, el FREJULI, ni tampoco definía a su editorial como el brazo editor de un partido político, mientras que otros proyectos editoriales así lo asumieron. Pero esto no alcanzó para que aquellos oscuros años, también apagaran la luz de su vida profesional; “la sociedad militar adquiere gran movilidad; cargos ya creados y otros a crear, con un declamado renunciamiento a los sueldos emergentes de los mismos. El fervor patriótico por una nueva y definitiva gran Argentina embargaba a casi todos (…) se abre indiscriminadamente la importación y se libera nuestra moneda rectora: el dólar. La “plata dulce” creó un holgorio propio de la decadencia del imperio romano. El más opaco de los argentinos viajó al exterior (…) Miami se asombra del consumismo criollo, en tanto el país se abre las venas (…) desangrándose en divisas. Se va creando una singular forma de vida, cuya inmoralidad no surge de la constitución pecaminosa del argentino, sino del compulsivo sistema que lo determina a vivir en la especulación dado que el que produce, pierde irremediablemente. El “plazo fijo”, las “mesas de dinero” y los filibusteros de bancos y financieras hacen las delicias de improvisados financistas, mientras crujen los huesos de otros argentinos en oscuras mazmorras.
A todo esto, ciertas editoriales se apresuran, en las horas reservadas a los fantasmas o quehaceres más íntimos, a hacer desaparecer títulos comprometedores. Se queman o se guillotinan. Algunos editores se van del país (…) en nuestra editorial María Luisa Comelli atiende el teléfono aterrorizada; de tanto en tanto una voz amenaza. Cuestionario no aparece más. Invitados a llevar los originales para ser aprobados por los censores, dejó de publicarse (…) los libreros del interior comenzaron a devolver la existencia de libros de nuestro sello. En Bahía Blanca volaron una librería por exhibir los títulos de Arturo Jauretche. Otros libreros hicieron un paquete y lo tiraron al sótano. El delito se extendió de los libros críticos o cuestionadores, al libro en sí. La posesión de una biblioteca era pasible de fundadas sospechas. Toda persona dada a la lectura era un potencial subversivo (…)
La editorial jamás había sido cautiva de un sector, partido político o bando beligerante. Si estaba el servicio de algo, era del país. El terror que puede enloquecer, a nosotros nos paralizó. Ya nadie leía ni nadie escribía. Las preocupaciones intelectuales se postergaban, bloqueadas o urgidas por necesidades más perentorias.” (…) “La editorial era un producto del país (…) Y así como se ensombreció la Nación, la editorial no escapó a las tormentosas nubes (…)
“No es cuestión de que nos hagamos ahora los atrevidos desafiantes del “proceso”. Nos quedamos muertos de miedo; a la espera de que todo acabara antes de que nos tocara a nosotros. Al fin nos salvamos. Físicamente, moralmente quebrados. Inútiles para recomenzar”.[14]
El Proceso de Reorganización Nacional iniciado el 24 de marzo de 1976, no solo vino a “destruir las chimeneas que levantó Perón”, bien sabían que la cultura nacional es la base espiritual de un país y se transforma en muralla defensiva contra la penetración extranjera, por ello también había que atacarla. Fue el fin de Arturo Peña Lillo, editor, aquella luz se apagó, pero el legado sigue presente en cada lectura de tantos autores a los cuales Arturo les dio voz, este es nuestro pequeño homenaje al “editor de la Patria”, que un día como hoy, 20 de marzo de 2009 fallecía en Buenos Aires.
“Creo más allá de toda vanidad, que el estar en la memoria de los conciudadanos compartiendo ideales y objetivos comunes, es el alto precio que se cobra por la lealtad a una causa”.[15]
Bibliografía:
*D’ Alessio, Hernán (2007), “La Editorial Peña Lillo y su rol en la difusión del nacionalismo antiimperialista argentino”, IV Jornadas de Historia de las Izquierdas, Buenos Aires, CeDInCI.
*De Sagastizábal, Leandro y Alejandra Giuliani (2014), “Un editor argentino. Arturo Peña Lillo”, Buenos Aires, EUDEBA.
*Peña Lillo, Arturo (1965), “Los encantadores de serpientes (Mundo y submundo del libro)”, Colección La Siringa 31, Buenos Aires, A. Peña Lillo.
*Peña Lillo, Arturo (1988), “Memoria de papel. Los hombres y las ideas de una época”, Buenos Aires, Editorial Galerna
*Pulfer, Darío (2015), “Jorge Abelardo Ramos, Arturo Peña Lillo y la colección La Siringa”, Buenos Aires, Peronlibros.
*Carlos Cámpora, “El editor del “pensamiento nacional”. La labor de Arturo Peña Lillo”, Jornadas de sociología de la literatura. Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.
*“Las obras de Arturo Peña Lillo, una vida editando el pensamiento nacional”, programa de “Historias de nuestra historia” de Felipe Pigna, emitido por Radio Nacional, 11 de agosto de 2023.
*https://www.revista-noticias.com.ar/un-editor-de-raza/
[1] Peña Lillo, Arturo (1988), “Memoria de papel. Los hombres y las ideas de una época”, Buenos Aires, Editorial Galerna. Página 15
[2] Peña Lillo, Arturo (1988), “Memoria de papel. Los hombres y las ideas de una época”, Buenos Aires, Editorial Galerna. Página 15
[3] Peña Lillo, Arturo (1988), “Memoria de papel. Los hombres y las ideas de una época”, Buenos Aires, Editorial Galerna. Página 87
[4] Peña Lillo, Arturo (1988), “Memoria de papel. Los hombres y las ideas de una época”, Buenos Aires, Editorial Galerna. Página 37
[5] Peña Lillo, Arturo (1965), “Los encantadores de serpientes (Mundo y submundo del libro)”, Colección La Siringa N° 31, Buenos Aires, A. Peña Lillo. Página 65
[6] Peña Lillo, Arturo (1988), “Memoria de papel. Los hombres y las ideas de una época”, Buenos Aires, Editorial Galerna. Página 40
[7] Peña Lillo, Arturo (1988), “Memoria de papel. Los hombres y las ideas de una época”, Buenos Aires, Editorial Galerna. Página 41
[8] Peña Lillo, Arturo (1988), “Memoria de papel. Los hombres y las ideas de una época”, Buenos Aires, Editorial Galerna. Página 50
[9] Peña Lillo, Arturo (1988), “Memoria de papel. Los hombres y las ideas de una época”, Buenos Aires, Editorial Galerna. Página 52
[10] Peña Lillo, Arturo (1988), “Memoria de papel. Los hombres y las ideas de una época”, Buenos Aires, Editorial Galerna. Página 64
[11] Peña Lillo, Arturo (1988), “Memoria de papel. Los hombres y las ideas de una época”, Buenos Aires, Editorial Galerna. Página 88
[12] Peña Lillo, Arturo (1988), “Memoria de papel. Los hombres y las ideas de una época”, Buenos Aires, Editorial Galerna. Página 92
[13] Peña Lillo, Arturo (1988), “Memoria de papel. Los hombres y las ideas de una época”, Buenos Aires, Editorial Galerna. Página 160
[14] Peña Lillo, Arturo (1988), “Memoria de papel. Los hombres y las ideas de una época”, Buenos Aires, Editorial Galerna. Página 164
[15] Peña Lillo, Arturo (1988), “Memoria de papel. Los hombres y las ideas de una época”, Buenos Aires, Editorial Galerna. Página 189
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