
Autores: Ariel Duarte y Federico Tavarozzi
Primera advertencia: una nueva forma de combate
Sacar un melón después de un asado transforma el ánimo de cualquiera, incluso da pie a todo tipo de acaloradas conversaciones y locos debates. A la par de la avivada del fuego, el costillar y el vino de sobremesa, los extremos comunes del pensamiento habían sido transitados. Luego, la tercera posición de Andrea ponía un manto de armonía en la cual todos sentían que había cierta verdad entre las rocas.
Fue ahí que Ricardo sacó el melón. Tras la alegría de Fernanda y el “vos estás totalmente loco” de Miguel, sucedió algo incómodo. El motivo es que, desde 1990, una nube viral denominada por el comité de expertos como “paja” había infectado nuestra existencia tuqueadora. La cosa era sencilla, había que cortar ese bendito melón y nadie quería hacerlo.
En todo existen las verdades justas: el que lo trajo ni en pedo lo corta, la que hizo el asado tampoco, el que hizo las compras, menos, y la dueña de casa ya avisó que se va a parar de la silla sólo para despedirlos.
Román, gran tiempista y analizador psicópata de contextos, se dio cuenta de que no había hecho nada útil y así nomás se hizo cargo de la cosa. La gloria del tinto barato y sin soda no podía seguir esperando. Memorioso como solía ser de la data inservible para el presente, comentó sobre los zarpados precios de publicitar en un diario o de un segundo en los medios. Se remontó a la comercializadora de frutas tropicales del tío, que llegó a pagar 100 mil pesos para estar en los pasquines del barrio.
Ahí se encendió la mecha: uno comentó sobre la edición de La Nación del domingo, donde las primeras páginas costaban más de 100 millones de pesos. Dijo que pudo asistir a una discusión en la que una organización política decidía qué hacer con 900 mil pesos: si comprar un micro para recorrer y predicar en cada pueblo de la Argentina, o bien pagar una décima página del Clarín por 900 mil.
Ese domingo, de manija nomás, Román se estiró para agarrar el diario, el mismo que habían traído para prender el asado. Se habían desvivido conversando toda la tarde sobre guerras, imperios y dominaciones. Ahora, melón con vino de por medio. Una buena banda borrachina filosofaba sobre lo que con entusiasmo remoto decían conocer. La principal moda que ocupaba la noche era entonces Afganistán… tremendo quilombo se decía venir para las pibas.
En términos de sustantivos y adjetivos, estábamos en los 280 caracteres a puro humo, con el algoritmo de un supuesto genocidio que todavía no había ocurrido.
Había pasado sólo un día desde la toma de Kabul por parte de los muchachos talibanes. Abandono de los yanquis, show-business y análisis del caos para no perder la costumbre.
Después de abrir el periódico en la primera página -que ya era la octava, producto del fuego iniciado-, Román levantó la mirada y festejó la causalidad energética con un grito, como si el de arriba se hubiese hecho presente.
Antes de comentar el azar de argón, Román aclaró que la entidad que había pagado esa torta de guita por una publicidad de ese domingo había sido el Banco Provincia, con un anuncio sobre descuentos en tarjetas para “shoppinguear” durante el día del padre.
Agregó: “hay justo una nota sobre lo que venimos hablando, y eso que el diario es viejo…”, cantó el tiempista y remató con un título: “¿la guerra del futuro? Estados Unidos pasa de la lucha terrorista a los grandes ejércitos. Tras 15 años, los militares vuelven a entrenar para enfrentamientos convencionales”.
Andrea saltó al instante: “¿viste, pichón? te dije que se venían preparando para esto, ¿de cuándo es el recorte? dame esto, paspado”, y se lo sacó de la mano. “Es de hace 5 años, de junio de 2016. No había ganado Trump, seguía el progre todavía”.
La mente de Andrea se retiró de la conversación y, con la boca explotada de fruta y bebida, leyó por su cuenta esa datita que justificaba su retórica aventurera sobre los fierros en acción. En un desierto de la bella California, en un caluroso verano del norte, un batallón de Marines, de los mandarines, había realizado un simulacro de combate.
Un grupo disparaba rondas de fuego real mientras otro grupo intentaba tomar el valle circundante, ocupado por un imaginario enemigo que simulaba un Estado real, dotado de recursos reales. El Oficial Brian Somers sentenciaba qué era lo que pasaba: “esto es una guerra convencional”. La doctrina norteamericana del Pentágono comenzaba a hablar de “guerras híbridas”: un futuro de enfrentamientos convencionales, insurgencias y ciberataques.
El mundo que conocíamos desde pequeños era el de dos aviones, dos torres gemelas y árabes con cara de rastreros que andaban escondidos por todo Medio Oriente a los que había que reventar. Lo vimos por la tele y en los aeropuertos. Las guerras post gemelas habían llevado a los norteamericanos a Afganistán, Irak, Libia, Siria y, amalgamados con los israelíes, a Palestina.
“Un buen día”, en 2011, Obama comandó el asesinato del diablo hecho carne, portador del significante de “enemigo” en Occidente… lo limpiaron a Osama, para los pibes. En este nuevo mundo, la flamante reina era China: el futuro del que no conocemos nada pero que pinta ser. En todo palacio hay guardia real y el gigante asiático comenzó a comprar fierros y desarrollar tecnologías de punta para bancar la diferencia exponencial con los gringos, ganadores de la paz de la Segunda Guerra.
Antes de hablar de la nueva batalla comercial, comenzaba en 2016 el fin de las guerras de focos contra el terrorismo. La Nación contaba que los entrenamientos militares habían cambiado. La conflictividad del mundo empezaba a escalar hacia nuevos despliegues con una planificación y un método que debía ser desarrollado y ejecutado para atender las nuevas hipótesis de conflicto.
El volantazo estadounidense, comenzado durante ese año, se cristalizó con el ascenso de Trump, figura estatal contrapuesta al globalismo de las tecno-finanzas y a la potencia asiática que se erigía como modelo del orden que se venía. Era el inicio de una nueva preparación estratégica para incursiones militares y tecnológicas de mayor calibre. El método lo preparaba el Pentágono desde hacía unos cuantos meses. El General Mark Milley, jefe del Estado Mayor norteamericano, explicó con suma claridad en esa nota de millones de pesos:
“Para enfrentar una amenaza de gran calibre hacen falta capacidades bélicas de otro nivel y hace muchos años que el ejército de Estados Unidos no lucha contra un enemigo de ese tipo… nuestra forma de entrenamiento ya no será la misma porque el contexto es distinto… podrían participar fuerzas convencionales, fuerzas especiales, guerrillas, terroristas, delincuentes comunes; todos combinados en un entorno territorial sumamente complejo, potencialmente, con gran densidad de civiles”.
Andrea saltó cuando vio la palabra “Afganistán”. “Mirá esto: acá cuenta que los ejercicios que hoy entrenan son muy distintos a los que hicieron los yanquis en ese país en 2001, cuando yihadistas de la red Al-Qaeda y combatientes talibanes desaparecieron en las colinas y montañas y obligaron a los militares invasores a entrenarse para duras campañas de contrainsurgencia jugando de visitante”.
Años más tarde, teníamos una nueva expresión en forma de guerra, ya perimida en Irak. Si bien se vendía la entrada occidental como un despliegue convencional, devino rápidamente en otra permanente campaña contra rebeldes, siempre atentos a garantizar la extracción y salida de recursos minerales e hidrocarburos. “No destruyan los pozos petroleros, que son una fuente de riqueza del pueblo iraquí”, pedía George W. Bush por cadena mundial sin sonrojarse. Cinismo al palo, ninguna novedad.
Ése fue el espíritu del combate durante los 15 años anteriores a la bendita nota que había evitado el fuego. Estados Unidos, para el mundo, navegaba en una continua cruzada antiterrorista para garantizar su abastecimiento de oro negro, insumo principal de la industria moderna de aquellos tiempos.
Desde las bombas de Hiroshima bailamos los tiempos del delirio atómico, una guerra nuclear que provoca la destrucción material repentina del mundo, o fugas y explosiones como las de Fukushima. La fórmula de la Guerra Fría, para evitar el miedo atómico, era sembrar el caos en los enclaves calientes y en disputa.
Llegamos a la caída del Muro y el globalismo de la nueva posguerra todavía dependía de recursos energéticos explotados que seguían ubicados en los mismos rincones. El caos permanente, sembrado en los sistemas políticos del Tercer Mundo, resultaba un adecuado vehículo para garantizar la salida de sus riquezas naturales.
En estos términos lo decía el General Robert Neller, Comandante del Cuerpo de Marines: “todos nosotros, desde el Ejército y la Marina hasta las fuerzas especiales luchamos valientemente durante 15 años contra un duro enemigo… pero ya estamos pensando en quién será el siguiente… alguien que cuente con armamento electrónico, vehículos blindados y gran capacidad de maniobra”.
Otro cambio sustancial fue la combinación conjunta en el entrenamiento convencional entre distintas fuerzas militares. El Almirante John Richardson explicaba al público: “como la competencia entre grandes potencias regresó, tenemos que prestar especial atención y pensar seriamente no sólo en proyectar nuestro poderío, como venimos haciendo, sino también en el control del mar”.
Por último, el General Neller, consultado sobre la cultura y lengua de estos futuros contrincantes, expresó: “en idiomas de Oriente, señor”.
Andrea, que había incursionado en temas de estrategia y geopolítica, citó a Karl Von Clausewitz: “nunca olvidemos que la guerra es la continuación de la política por otros medios…”.
Aquel general prusiano, jugador en las guerras napoleónicas a las órdenes de Federico Guillermo III y luego del zar Alejandro I, contaba en su obra titulada “De La Guerra”, definida como:“un acto de fuerza para imponer nuestra voluntad al adversario”. Entonces, “imponer nuestra voluntad al enemigo es el objetivo. Para tener la seguridad de alcanzarlo debemos desarmarlo, y este desarme es, por definición, el propósito específico de la acción militar; reemplaza al objetivo y, en cierto sentido, prescinde de él como si no formara parte de la propia guerra”.
La guerra que se gana, según Andrea, es aquella en donde se constituye un nuevo equilibrio de paz donde la voluntad de una de las fuerzas se impone sobre la otra y la somete materialmente. En esta nueva armonía, donde una voluntad prevalece entre dos, se presenta un desarme suficientemente contundente como para no poder continuar las maniobras militares y políticas en los teatros de operaciones durante el conflicto. Tesis que puede fallar. Como siempre, Deus ex machina y, en estas cuestiones de seres humanos, existen los locos que la sostienen hasta el final y a veces son los que cambian el curso de la historia.
El planteo de Andrea durante el asado era un poco largo y muy disruptivo: más allá de lo positivo o negativo del accionar militar norteamericano en Medio Oriente desde la posguerra fría soviética y de las violaciones a los Derechos Humanos inminentes en una región cooptada por los fundamentalismos islámicos -antes financiados para la siembra del caos-, comenzaba otra época en la cual Estados Unidos buscaba el desarme de una potencia en ascenso: China, que hoy disputa su hegemonía en cualquier latitud y altitud. Sobre todo, en cada geografía donde el interés anglosajón pone el ojo.
Los nuevos teatros de operaciones para la Nueva Roma gringa, que no te cura pero sí te mata, ya no se limitan a desarmar la contrainsurgencia barra-brava de los árabes, que a la vista parecía precaria y grosera. La preocupación es mayor: cómo carajo neutralizar el poder geopolítico comercial, productivo y militar de las potencias que disputan el dominio del concierto globalista en diversas regiones del mundo, cuyos principales ejemplos son la República Popular de China y la Federación de Rusia.
Para concluir, siempre viene bien la participación de un escuchador serial de podcasts. Así fue que Miguel recordó la cita del chino SunTzu: “La superioridad definitiva no estriba en ganar cada una de las batallas, sino en derrotar al enemigo sin luchar siquiera. La forma más elevada de la guerra es el ataque a la estrategia del enemigo en sí”.
Pareciera que nuestra potencia angloamericana conocida, que persiste por ser nuestra musa inspiradora en la manera de ver y percibir el mundo y sus realidades, advirtió que una potencia en todo sentido, con planes quinquenales dictados y dirigidos por un Estado-Nación, es el denominador común de cada quilombo.
La filosofía del nuevo gran enemigo es insoportable: habla de globalismo y libre comercio en el propio Davos. Vomita dogmas occidentales en la cara de quienes esperan oír todo lo contrario para autocomplacerse. Cuando parece que están en paz, con ánimos de comerciar e invertir, en realidad están concretando su más perfecta forma de ejercitar la guerra. SunTzu: “El ejército victorioso es victorioso de entrada, y busca la batalla después. El ejército derrotado lucha de entrada y busca la victoria después. Simular incapacidad cuando se despliegan las tropas, aparentar que no hay movimiento cuando se está cerca, y cuando se está lejos, aparentar que se está cerca”.
La pregunta, para concluir este primer encuentro entre quienes aventuramos la posibilidad de evitar que todo se vaya al carajo de una manera que no imaginamos, resulta entonces: ¿qué relación existe entre los repliegues de tropas norteamericanas de Medio Oriente y la estrategia suntzunera de cómo obrar en la guerra?
A la luz del nuevo conflicto, mayor y de carácter global, con la nación que reúne a un quinto de las personas del mundo bajo su roja bandera, seguir en la lucha cotidiana contra la insurgencia del fundamentalismo y nacionalismo islámico resulta estar tirando trompadas al aire para ver si alguna rebota del lado del lejano este. La imagen es la de un ejército derrotado que busca la victoria después.
Los yanquis se rescataron y prefirieron replegarse. Mejor buscar el papel del ejército victorioso de entrada y luego preparar el mejor teatro de operaciones posible para buscar la gran victoria después. ¿Continuará?