Autor: Rodrigo Ventura De Marco[1]
A principios del siglo XX, el Cono Sur estaba inmerso en un delicado equilibrio diplomático y militar. En 1902, Argentina y Chile habían establecido las zonas de influencia mediante los «Pactos de Mayo», luego de una carrera armamentista naval entre ambos países. Sin embargo, la llegada de las ideas de Alfred Mahan y el HMS Dreadnought en 1906 transformaron la construcción naval militar y el pensamiento político de la época. En este contexto, la Armada brasileña adquirió dos acorazados, desencadenando una carrera armamentista con Argentina y Chile que perduró hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial. Pero, ¿cómo se llegó a esa situación?
A finales del siglo XIX y principios del XX, el mundo se encontraba en medio de un intenso proceso de cambio. Las tensiones entre las principales potencias europeas estaban transformando el sistema de alianzas global y dando forma a un equilibrio de poder multipolar. Este período de cambio no sólo redefinió las dinámicas políticas internacionales, sino que también desencadenó una fiebre por la innovación tecnológica y militar. La aparición del HMS Dreadnought, un buque de guerra a la vanguardia de la época, se convirtió en un punto de inflexión. Su llegada marcó el inicio de una nueva era en la construcción naval y puso de manifiesto la necesidad de mantenerse a la delantera tecnológica para asegurar la supremacía marítima. Este fenómeno no se limitó a Europa; Sudamérica también se vio atrapada en esta ola de competencia naval.
Argentina y Chile, dos naciones con disputas limítrofes y zonas de influencia marítima bien definidas, se encontraron inmersas en una intensa carrera armamentista durante las décadas de 1890 y 1900. Esta competencia no solo tenía implicaciones territoriales, sino que también estaba impulsada por la necesidad de mantenerse al día con las potencias navales emergentes a nivel mundial. Los «Pactos de Mayo» de 1902 marcaron un hito en esta rivalidad, estableciendo límites geográficos y un tratado para limitar el armamento naval durante cinco años. Para Argentina, esto significó una oportunidad para modernizar su flota y superar a su contraparte chilena, asegurando así su hegemonía naval regional.
Sin embargo, la llegada del HMS Dreadnought en 1906 y la posterior solicitud de dos buques de este tipo por parte de la armada brasileña en 1907 alteraron este delicado equilibrio. Brasil, con su audaz adopción de tecnología, se convirtió en un innovador temprano en el ámbito global. Esta movida no solo lo colocó detrás de Gran Bretaña y Estados Unidos, sino que también le otorgó la hegemonía naval en Sudamérica, sacudiendo el status quo regional. Argentina, como señala Jorge Bóveda, no pudo ignorar este desequilibrio de poder que se cernía sobre la región. Las tensiones diplomáticas entre Buenos Aires y Río de Janeiro se habían intensificado, y las declaraciones en la prensa solo avivaron las llamas de la competencia. En esta esta fiebre de los acorazados, los miembros clave de los Ministerios de Marina y Relaciones Exteriores argentinos, así como del poder ejecutivo al mando de Jose Figueroa Alcorta, eran plenamente conscientes de la amenaza que esto representaba para los intereses argentinos.
La comisión asesora del plan de armamentos de 1908 advirtió con claridad sobre el poder descomunal de estos nuevos buques. Sus informes subrayaron la disparidad tecnológica y estratégica entre Argentina y Brasil, haciendo hincapié en que la flota argentina, diseñada para la navegación fluvial, estaba gravemente desactualizada para enfrentar la inmensa superioridad de la escuadra brasileña. La percepción de inferioridad se arraigó en la mente de los líderes argentinos.
En este contexto, el ministro de relaciones exteriores, Estanislao Zeballos, jugó un papel crucial. Sin embargo, su intento de suavizar las tensiones con Brasil a través de la diplomacia y la mediación fue en vano. Inclusive, Zeballos llegó a encomendar al encargado de negocios argentino en Río de Janeiro que guíe las operaciones de prensa del periodista Juan Pedro Paz Soldán, con el objetivo de “[…] Combatir el odio que en el Brasil se tiene indudablemente a la República Argentina [y] Demostrar que la República Argentina procede con sinceridad amistosa”, a fin de lograr una distensión entre Buenos Aires y Río de Janeiro.
Ante la falta de reciprocidad por parte de Brasil, la perspectiva de un conflicto naval se volvía cada vez más tangible. La situación financiera precaria de Argentina después de su carrera armamentista con Chile complicó aún más las cosas. Los líderes argentinos, conscientes de la limitada capacidad del país para extraer recursos, se encontraron en una encrucijada. La amenaza representada por los dreadnoughts brasileños no solo ponía en peligro la seguridad de Argentina, sino también su estabilidad económica y sus intereses geopolíticos.
En este dilema, los tomadores de decisiones argentinos se enfrentaron a la difícil tarea de responder a la innovación naval brasileña. ¿Cómo podían proteger los intereses nacionales y mantener la hegemonía naval en el Cono Sur? La respuesta a esta pregunta se convirtió en un desafío estratégico fundamental para la Argentina de ese momento. La respuesta del gobierno a esta amenaza no sólo determinó el curso de su política exterior, sino que también puso a prueba su capacidad para adaptarse y mantener su posición en el cambiante escenario internacional.
Para 1908, el congreso aprobó la Ley de Armamentos N° 6.283, la cual marcó un hito en la modernización de la defensa nacional. Esta ley permitía la adquisición de dos acorazados (los futuros ARA Rivadavia y ARA Moreno), acompañados por naves auxiliares, así como la provisión de armamento y la adaptación de instalaciones para estos nuevos buques. Sin embargo, el desafío radicaba en la obtención de los fondos necesarios. Argentina, a pesar de su economía en expansión, enfrentaba restricciones financieras significativas. La toma de préstamos se convirtió en una necesidad imperiosa para financiar esta empresa naval ambiciosa.
En este contexto, y por decisión del propio Figueroa Alcorta, la creación de las comisiones navales en Europa y en Estados Unidos tuvo un rol clave en este proceso. Trabajando en estrecha colaboración con diplomáticos y técnicos de la armada, estas comisiones se embarcaron en un esfuerzo conjunto para adquirir, en los mejores términos posibles, los acorazados tipo dreadnought necesarios para igualar las capacidades navales de Brasil.
Por otra parte, la inteligencia desempeñó un papel crucial en esta estrategia. Argentina se sumergió en una serie de operaciones de espionaje para obtener información sobre los desarrollos navales de Brasil y Chile. Esto no sólo permitió a nuestro país estar al tanto de las innovaciones tecnológicas de sus vecinos, sino que también le brindó una oportunidad para adaptar sus propias embarcaciones en función de esta información.
El presidente de la comisión naval argentina en Estados Unidos, el contraalmirante Domecq García, expresó claramente la intención de Argentina, la cual años después sería incorporada al debate teórico por Segundo Storni: no buscaban superar a sus vecinos en poder naval, sino mantener un equilibrio para evitar la preponderancia de poder en un solo lado. A medida que Argentina avanzaba en su estrategia, Brasil y Chile también enfrentaban dificultades tecnológicas y económicas.
Sin embargo, para fortuna de la región, la Primera Guerra Mundial interrumpió abruptamente la carrera armamentista sudamericana. Las potencias europeas, de las cuales dependían estos países para la tecnología naval, se encontraban inmersas en el conflicto global y no podían seguir proporcionando apoyo a la competencia del Cono sur. Al finalizar la contienda, las reservas de Argentina, Brasil y Chile estaban sumamente debilitadas en relación al inicio de la misma, coartando aún más sus esfuerzos de competencia naval.
Sin embargo, Argentina, al final de este complejo juego de poder, logró alcanzar una posición ventajosa. La estrategia de emulación y adaptación le permitió igualar fuerzas con Brasil y consolidarse como la principal armada en el Atlántico Sur. La táctica de equilibrio de Argentina se convirtió en un ejemplo efectivo de cómo un país, a pesar de las limitaciones, puede salvaguardar su seguridad y estabilidad en un entorno internacional desafiante.
En resumen, la carrera naval sudamericana del siglo XX dejó una huella indeleble en la historia de la región. Argentina, con astucia y determinación, logró proteger sus intereses y mantener el equilibrio de poder en el Atlántico Sur. Esta saga naval representa no solo un capítulo importante en la historia de nuestros países, sino también un testimonio del ingenio estratégico argentino en medio de una competencia global, tal como la que nos toca vivir en nuestros días.
[1] Es Licenciado en Relaciones Internacionales (USAL). Profesor de Teoría de las Relaciones Internacionales y Política Internacional Contemporánea (USAL). Investigador independiente del Grupo de Investigación en Política Exterior Argentina (UBA).
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