Por Ariel García, abogado UBA
“¿En qué consiste mi crimen? En que he trabajado por el establecimiento de un sistema social donde sea imposible que mientras unos amontonan millones otros caen en la degradación y la miseria. Así como el agua y el aire son libres para todos, así la tierra y las invenciones de los hombres de ciencia deben ser utilizadas en beneficio de todos. Vuestras leyes están en oposición con las de la naturaleza, y mediante ellas robáis a las masas el derecho a la vida, la libertad, el bienestar” ese fue el descargo de George Engel ante el tribunal que lo condenó el 11 de noviembre de 1887 a morir en la horca.
George Engel fue uno de los ocho dirigentes sindicales que fueron juzgados, por la revuelta de Haymarket del año anterior. Ocho ciudadanos neoyorkinos que habían osado junto a algo más de 350.000 mil trabajadores, a lo largo y ancho de Estados Unidos, a reclamar entre otras cosas que una jornada de trabajo de 14 horas, no les permitía gozar de la libertad de pasar tiempo con sus familias, descansar y dedicarse a las ciencias y las artes.
Inmediatamente serían eternizados, allí mismo en “la tierra de los hombres libres y las libertades individuales” y en la ecúmene, en la memoria colectiva de millones de trabajadores alrededor del globo como “los mártires de Chicago”.
Hasta aquí la parte de la historia que todos meridianamente conocemos.
Pero, ¿de qué nos serviría la historia si no podemos dotarla de un cariz práctico que nos traiga luz sobre los procesos que cotidiana y domésticamente nos toca atravesar?
El Peludo lo expresaba de una manera brillante a principios del siglo pasado, cuando nos decía que tenemos que “tomar las experiencias foráneas, para llenarlas de sentido con emoción nacional”. Es así, los hechos que acontecen en la vida de los hombres y los pueblos adquieren significancia cuando tienen la virtualidad de modificar el entorno social en el tiempo y espacio que les toca vivir a cada uno de ellos -el “habitus” en palabras de Bourdieu-, pero ciertamente amplifican su relevancia y logran trascender, cuando esos mismos hechos pueden leerlos e interpretarlos otros hombres y mujeres en otras latitudes, bajo el prisma de su propia idiosincrasia.
De esa manera en 1890, los trabajadores argentinos, representantes de un incipiente movimiento obrero nacional se reunieron en el Prado Español, en lo que hoy es la Recoleta porteña, para conmemorar “el día de los trabajadores”, instaurado un año antes por la Conferencia Internacional de Trabajadores en París, en homenaje a aquella jornada trágica de Chicago.
Durante los años que sucedieron, se fueron formando las primeras sociedades de resistencia, los gremios obreros, la prensa obrera y nació la Federación Obrera Argentina como central que nucleaba a la mayoría de los gremios del país. El activismo por parte de los trabajadores crecía cada vez más y comenzaba a ser un actor de peso en la escena nacional, con una organización y directriz colectiva que ya tenía perspectivas de expresar reivindicaciones como clase trabajadora, y no como mujeres y hombres en forma aislada.
Año tras año, se recordaba cada 1° de mayo a los mártires, pero como un día de memoria y concientización, no era momento para festejos, no había lugar para balcones y plazas. No obstante, habían dos constantes: los palos y los muertos.
Fue así como en las primeras décadas del siglo XXI se sucedieron los 1° de mayo, en una Argentina tierra de regadíos de sangre y explotación, con trabajadores inmersos en un orden social injusto abrazándose al único hito histórico que les permitiera imaginar un horizonte de paz en un suelo rico en sueños.
El pueblo trabajador ponía los brazos y el alma al servicio de la construcción de una Patria próspera, al tiempo que los gobiernos disponían de ellos y de la riqueza al servicio de funestos intereses inconfesables.
La inmoralidad era la regla, y la depredación de lo que generaciones enteras alguna vez habían añorado como el sueño nacional, se desvanecía en cuarteles y despachos de atuendos suntuosos y galeras.
Desde las primeras leyes del gobierno roquista, expulsando militantes sindicales y sociales bajo el eufemismo de “extranjeros indeseables” para luego ser condenados a muerte o cadena perpetua, en sus países de origen, hasta “la semana trágica”, “la Patagonia rebelde” y un sinfín de episodios lastimosos para nuestra historia, el capitalismo salvaje global imponía su modelo de “sociedad libre” a la criolla.
Cabe preguntarse ahora, ¿de qué manera puede un pueblo torcer el rumbo de su historia?
Sin dudas, derrotar un régimen oprobioso que la somete, es una tarea de difícil realización para una Nación naciente. Más aún cuando existe un elemento foráneo poderoso situado al otro lado del Atlántico, que todo el tiempo opera para frustrar ese intento.
No fue fácil. La Argentina había vivido grandes periodos traumáticos en el siglo anterior, atravesados por las guerras de la independencia, guerras civiles y procesos en los que se intentó aniquilar nuestros elementos autóctonos bajo la premisa “civilización o barbarie”. Luego la incesante lucha por incorporar derechos civiles y políticos en amplias franjas de la población, nos llevaría a la primera revolución del siglo XX. Fue así que el advenimiento de Yrigoyen al poder, incorporaría grandes sectores postergados a la discusión nacional. Estancieros, agricultores, productores, artesanos, pequeños empresarios, capas medias de profesionales y esa masa incipiente de obreristas organizados comenzaron a tomar otro tipo de relieve en la arena política, desplazando a los cultores del fraude y la “patria chica”.
La “Causa” era la respuesta. Frente a ese “Régimen” falaz y autoritario, que ponía a las elites en un pedestal hegemónico, por encima del conjunto de los nacionales, debía nacer una causa reparadora, que dotara al pueblo de consciencia para cortar las cadenas que ataban su destino de grandeza.
Todos los pueblos en su vida de trascendencia, van transitando estos pasajes camino a su emancipación. Naturalmente, ese proceso se da muchas veces con aguas turbulentas, y otras con oleadas y bríos de pura gloria en los que se respiran aires de libertad y destino común. Avances y retrocesos.
En ese viaje, podemos caminar por sendos caminos estrechos donde esa consciencia y destino común se encuentran soterrados.
Sin embargo, cuando el organismo es fuerte, el Ser se mantiene inmanente, y se mantiene expectante a la espera del mensaje.
Como todo organismo vivo, necesita un alma que lo habite.
Esa alma es el mensaje.
“Trabajadores: únanse; sean hoy más hermanos que nunca. Sobre la hermandad de los que trabajan ha de levantarse en esta hermosa tierra la unidad de todos los argentinos”.
El día 17 de octubre de 1945 tendría lugar uno de los acontecimientos más importantes de la historia universal, y sin dudas el más significativo en la historia de nuestro país. Ese día, del mismo modo que el sol busca el horizonte para ponerse y el horizonte busca al sol demarcarse, el cuerpo buscó al alma y el alma buscó al cuerpo.
Un criollo nacido de estas llanuras, acudió al llamado de las masas para forjar a partir de décadas de luchas y enfrentamientos al calor del más profundo mestizaje, el mensaje hacia un destino común.
A partir de ese día, Juan Domingo Perón sintetizó aquel llamamiento postergado durante generaciones y generaciones, en una revolución. La revolución del mensaje. El mensaje definitivo para los pueblos del mundo.
De ahí en más, los trabajadores como cuerpo organizado tomarían las riendas del destino de la Nación, ya no como elemento integrador de una relación de trabajo particular o de una actividad específica, sino como núcleo central de la vida de un país, que se proponía como único propósito el bienestar de sus integrantes.
La puesta en marcha de una estructura colectiva organizativa de los intereses de sus nacionales, a partir de las actividades que estos desarrollaban en pos de dinamizar e irrigar de acción vitalizadora los distintos sectores de la Patria. Por un lado, esto significaba dotar de salud democrática a los trabajadores, otorgándoles la posibilidad de participar cada uno desde su lugar de trabajo de los problemas sectoriales que atravesaba la vida económica del país, con opinión y decisión. Por otro lado, integraba a los trabajadores a la discusión nacional con otros actores que hasta ese momento tenían el monopolio en la controversia, como las cámaras empresariales, el sector financiero, los empresarios rurales y los dueños de la renta agraria.
Como bien decía Fierro “se ha de recordar para hacer bien el trabajo que el fuego pa calentar debe ir siempre por abajo”.
Bien lo entendió Perón, al poner al trabajo y a los trabajadores al frente de la escena. De esta manera, no solo dotó a estos de una posición de avanzada en términos de derechos respecto de toda la región, sino que dio a sus organizaciones status jurídico e institucional en la vida del país para que esos derechos puedan pervivir a través del tiempo, pese a los avatares de la política y la incidencia del factor externo.
Integrar a los trabajadores a la vida democrática, por fuera de los cánones de los regímenes demoliberales occidentales de participación, le permitió avanzar en la constitución de un Estado fuertemente soberano capaz de tomar decisiones, privilegiando el interés nacional por sobre todas las cosas. Así las cosas, nacionalizó la banca, nacionalizó el comercio exterior, promovió la industrialización a partir de la creación del IAPI, nacionalizó empresas estratégicas de servicios, expandió el mercado interno, fomentó el crédito, recuperó sectores neurálgicos de la economía, pagó la deuda externa, entre otras cosas.
“Nadie se realiza en una comunidad que no se realiza”, rezaba el viejo apotegma.
Como corolario de esta revolución hecha cuerpo, con el pueblo como ariete y el trabajo como noble espada, sancionó en el año 1949 la Constitución Nacional que cristalizaría todos estos derechos bajo el prisma de una comunidad latente al galope libre de su destino. La misma contenía principios de antaño, esgrimiendo que el hombre sólo es plenamente hombre en sociedad, porque su naturaleza es esencialmente comunitaria. En palabras de Francisco de Vitoria “la comunidad tiene un conjunto de obligaciones que son el correlato de los derechos de cada uno de sus miembros y, por ende, debe garantizar a todos el acceso a los bienes y a la libertad. La justicia no puede realizarse y los derechos ejercerse sino en el seno de una comunidad humana”.
El nuevo paradigma normativo surgía en respuesta a la prédica de las constituciones liberales. Las paradojas del destino harían que la Constitución de 1853, elemento vertebrador de nuestra República y eminentemente liberal, se haya sancionado justamente un 1° de mayo. Paradójicamente o no, el trabajo no ocupa más de dos líneas de abordaje en la obra de Alberdi.
Poner al hombre como sujeto histórico, de eso se trata.
El 1° de mayo nunca más fue un acto de duelo para los trabajadores, no había más balas y sangre. Era una jornada de festejo, el pueblo trabajador salía a festejar, porque se cumplía un principio de Justicia.
¿Cómo puede ser que de un pueblo nuevo como el nuestro con poco más de un siglo de vida, haya surgido una revolución humanística que ponga al hombre y al trabajo como elementos centrales para la construcción de una comunidad, y no haya provenido de Birmingham o Manchester, cunas de la revolución industrial?
Considero que son múltiples las razones y no hay solo una respuesta a tal interrogante, pero tiene que ver con la esencia de la condición de los naturales de estas tierras.
Es el indio, no la flecha. Perón tuvo la aptitud o capacidad de condensar toda esa riqueza cultural de siglos de pertenencia, y fueron los hombres y mujeres que pusieron ese ingrediente sui generis de este pueblo para parir esta experiencia.
Es que indudablemente, esa esencia, ese carácter nacional que nos hace lo que somos y no otra cosa, fue lo que hizo la diferencia. Ese Ser nacional, muchas veces soterrado como dijimos, pero siempre inmanente en nuestro espíritu, hizo lo propio.
Jauretche alguna vez reivindicó el papel del gaucho como expresión del federalismo, diciendo “el caudillo era el sindicato del gaucho”, es decir, era la representación directa de los intereses de éstos. En algún punto tiene que ver con eso, Perón es al pueblo trabajador lo que el pueblo trabajador es a Perón.
Como otros lo hicieron con Mandela, Ho Chi Minh o Genghis Khan, a nosotros nos tocó hacer a Perón.
El futuro del trabajo y la humanidad
“El contrato de trabajo tiene como principal objeto la actividad productiva y creadora del hombre en sí. Sólo después ha de entenderse que media entre las partes una relación de intercambio y un fin económico […]”, dispone nuestra ley laboral en su artículo 4°.
La actividad creadora. Las ciencias y las artes.
Sin dudas George Engel se sentiría representado por este enunciado, y aquí la historia haría un rulo virtuoso.
Decía Francisco en el II Encuentro Mundial De Los Movimientos Populares en Santa Cruz de la Sierra en julio de 2015: «Cuando el capital se convierte en ídolo y dirige las opciones de los seres humanos, cuando la avidez por el dinero tutela todo el sistema socioeconómico, arruina la sociedad, condena al hombre, lo convierte en esclavo, destruye la fraternidad interhumana, enfrenta pueblo contra pueblo y, como vemos, incluso pone en riesgo nuestra casa común, la hermana y madre tierra».
En un escenario global en el que el rol del trabajo como ordenador de las conductas humanas y de la vida en comunidad se desvanece, ante economías transfronterizas que miran más el lucro exorbitante que el progreso humano, ante sociedades que condenan a la pobreza a tres de cada cuatro niños que nacen, en un mundo en el que los Estados nacionales no tienen oportunidad ante una economía regida bajo los cánones de la globalización financiera, ante una juventud de hombres y mujeres que ya no se forjan al calor del bien común y la solidaridad sino a través de un hedonismo acuciante, en una sociedad bajo la cultura de la cancelación que no nos deja escucharnos, en una economía mundial en el que el volumen de las finanzas significa doce veces el volumen de la economía productiva, no nos queda otra que dar el testimonio de lo que un pueblo libre con la convicción de ser una Nación grande es posible de realizar.
Es preciso y nos toca a nosotros, hoy más que nunca ante una balcanización total de las estructuras sociales que conocíamos, como miembros de una cultura que eligió creer y que decidió ser y apropiarse de su destino, ante una coyuntura excepcional como la que nos toca vivir, convocar a toda una generación con un mensaje claro y contundente: convocarlos a la epopeya hasta conseguir poner en ebullición creadora las posibilidades nacionales.No tenemos que inventar nada, solo tomarnos de la mano y animarnos a ser.