Por: Alejandro Villa
1974, nuestro país tocaba su techo histórico en casi todos los índices, la Argentina industrial daba sus frutos y era cuestión de un último esfuerzo para que a nadie le faltara un plato de comida. Plan Trienal en marcha, esta tierra insinuaba algo parecido a un desarrollo sostenido mientras que Jujuy, sin saberlo, se anotaba y decía presente en la historia cultural argentina. El norte también existe. Porque el fútbol es cultura y no se aceptan objeciones. Ninguna.
Con el apodo heredado de su padre, por “la patada de burro” que ostentaba Don José en los pastos secos de Ledesma, Ariel (“porque con Arnaldo me mataron”) se convirtió en “burrito” para regar las canchas del fútbol argentino de alegría y talento. Pero claro, con algunos huesos menos porque, no me jodan, esos movimientos no tienen lógica, no sin poner en jaque todas las reglas de la anatomía. Exijo explicaciones. ¿Qué niño de la época no jugó a desarmarse para copiarlo?. Difícil para cualquier hincha de este deporte olvidar al petiso atrevido, tímido en lo micrófonos pero sin vergüenza con la pelota, que con esas camisetas noventosas, gigantes y del 1 al 11, bailaban y hacían bailar con sonrisa dibujada a cualquier obstáculo que pretendiera arruinar su fiesta. Porque Orteguita es de los ídolos que, por más sectoriales que sean, trascienden cualquier frontera sentimental. Así siempre se lo hicieron saber. Y es lógico.
Salido de un cuento que ni al Negro Fontanarrosa se le podría ocurrir, Ariel bajó de la Puna para ser el primer gran continuador de la obra de Dios, que nunca dudó en adoptarlo como a un hermano menor. Entre los grandes de verdad, los colores nunca fueron obstáculo. El niño del equipo de Basile a concentrar a la suite por invitación de Él. Para que no quedara solo, vio. Porque Dios está en todo, dicen. Unos pasos simultáneos de tango y carnavalito en la siempre esquiva Bombonera de aquellos años le valieron, a último momento, el llamado del Coco para llevar piruetas y malabares al mundial de Estados Unidos. Ah, y de paso, dejó afuera al tipo que intentó marcarlo ese día. O eso cuenta la leyenda. Antes de terminar la danza griega, cambio y cuadro de época: salía la historia y entraba la promesa. “A Diego lo amo, se portó con mucha humildad conmigo. Cuando necesité un abrazo, él me lo dio”.
Los Díaz de Ramón lo llevaron al podio nacional y a la vidriera internacional por su habilidad extrema, a la que en poco tiempo le agregó el buen uso de las neuronas. De la brava 7 a la 10 indiscutible, con la franja roja y con la celeste y blanca. “Yo no salgo”, señaló con los dedos y desafió así al jefe riojano en complicidad con su aliado uruguayo, para un rato más tarde justificar el desplante haciendo una de las suyas. La cuenta la pagó el Diablo. Y Racing, cierto. Las copas levantadas en aquel 1996 tenían destino cantado: los millones se olían, el viejo mundo apostaba y el Mediterráneo lo recibía.
“Ariel, vení acá que los cracks no entrenamos”, le dijo el mismísimo Romario cuando llegó al Valencia de Valdano mientras se divertía con la pelota al estilo carioca apartado del grupo que hacía trabajos físicos. Pero enseguida cayó el tano Ranieri y la cosa explotó, el catenaccio no aceptaba privilegios. Aun así, esa hermosa ciudad lo ama, me consta. El propio Camp Nou fue testigo y damnificado de sus travesuras en aquella remontada histórica. Algo parecido pasa en el lado correcto de Génova, por supuesto, donde nadie olvida ese poema imposible para golear al poderoso Inter de Milán. Y por haber descontracturado un poco la rigidez italiana de aquellos años, claro. Del Parma non parlo. O mejor sí, duró poquito y la nostalgia ya era insoportable: “Extraño todo, me fui de la Argentina para estar mejor y la realidad es que estoy peor. Lo mío siempre fue darle alegría a la gente pero no sé si acá la gente se alegra con mi fútbol. La prensa, seguro que no. Pero igual yo no voy a cambiar”. Europa no siempre lo trató bien.
Con su padre no biológico en el banco, doce años después la historia se repetía. Ni farsa ni tragedia. Otro hijo del pueblo con camiseta azul y un 10 en la espalda dirigía un festival a puro caño y gambeta para que los piratas lo vieran pasar y pasar. Otra vez, el juego que ellos inventaron les mostraba la cara más profunda del potrero argentino. Ante los ojos plateístas de Sir Jagger, ante los ojos del mundo. La pesadilla británica revivía y final feliz: ellos afuera y nosotros adentro, como los manuales del buen fútbol indican. Un cabezazo insólito en una alta pera holandesa marcó una mancha imborrable. Todo potrero tiene su lado B. Quien se apuntaba para ser figura del mundial, quedaba en la primera fila del reparto de culpas por la vuelta a casa. Fin de la aventura francesa.
Otra vez River para unirse al terceto del momento y ser cuatro en la fantasía. Uno de ellos, el de nombre en lunfardo, juntó coraje y lo invitó a comer a su casa del Bajo Belgrano, donde aún vivía con su familia. Cuando la puerta de la habitación se abrió, el invitado se vio a sí mismo parado en la pared. Pero no era un espejo. Su compañero, al que veía a diario, lo tenía pegado en un poster arriba de su cama y le pidió que lo firmara. Cuando se despertaban inspirados era un afano, “suspendanló” se morían por gritar desde enfrente. Aun así, todo parecía insuficiente para su padrino El Tolo. El eterno rival estaba intratable y se paseaba por el mundo como quería. En su otro trabajo, la experiencia con el loco rosarino lo mostraba raro y confundido cumpliendo algunas tareas que le eran extrañas. Se instaló la idea de que había jugado a correr de atrás a un lateral brasilero sin apellido. Él siempre le bajó el precio a ese mito y más de una vez dijo que “si hubiera tenido a Bielsa a los 20 años hubiera sido mucho mejor jugador, sin dudas. Me marcó muchísimo«.
Los turcos y un pésimo entorno le quitaron su juguete preferido por largo rato. El bache parecía irreparable, la suspensión interminable hasta que el buen Tolo ordenó su rescate y se lo llevó para Rosario. Esta vez, el pecho era rojo y negro y el grito de campeón volvía a la ciudad después de más de una década. Durante esos dos años, el muy atrevido se animó a hacer de todo, incluso contra su propio corazón, y a pedir con un festejo de gol que pusieran la plata si querían verlo de vuelta en casa. Kaiser mediante, la cosa se destrabó y así, de nuevo, el burrito sencillo va solito al corral, su corral-monumento de Udaondo y Figueroa Alcorta. Su lugar en el mundo, al que siempre va y siempre lo esperan. Porque River es Ariel y Ariel es River, no puede explicarse una cosa sin la otra. Aunque, a veces, las condiciones no hayan sido las mejores, aunque algún que otro personaje que pareció olvidarse de este genio amor lo haya hecho salir por la puerta de atrás. Tiempos muy oscuros. En lo grupal y en lo personal. Problemas familiares, con la noche y las botellas lo mostraban, cada vez más seguido, lejos de lo que mejor sabe hacer. Su privilegiado estado físico le permitía darse ciertas licencias y, a la vez, seguir dirigiendo la batuta pero los años no vienen solos. Ante los destratos y como respuesta, su apellido se volvió un grito de guerra para una multitud poco acostumbrada a que las malas rachas se alargaran tanto. Intento de cambio de aire y recuperación médica en Mendoza primero y una gira final por Floresta y otro vecino de Núñez sólo sirvieron para estirar la agonía y tratar de divertirse un ratito más.
Ariel Ortega es del núcleo duro, contado con los dedos, que pudo hacer una despedida a estadio lleno, rodeado de enormes figuras y amigos del fútbol, de la música y de lo que quisiera, como se merece todo aquel que haya contagiado alegría durante casi veinte años a millones de argentinos y argentinas jugando como pocos el juego que mueve a las grandes mayorías de este pueblo más allá de su identificación personal. Y por haber sido el primero en calzarse y honrar durante ocho años seguidos la 10 del máximo rey, obvio. Es que el Burrito provoca eso, por su habilidad indescifrable, por la infinidad de conejos salidos de la galera, por destructor de esquemas, por esa conexión automática entre piernas y cerebro, pero sobre todo, por la sonrisa siempre presente, la humildad de los gigantes y la complicidad permanente con su amiga la pelota. El potrero en su máxima expresión, el barrio eterno, digno heredero de Mané Garrincha y del Loco René, el Río de la Plata con afluente en Ledesma, pedazo grande de la historia deportiva de Nuestra América. Cuántas veces corro y no te puedo alcanzar, se queja un paisano de Hurlingham y, me imagino, unos cuantos rivales que todavía lo andan buscando, también.